NACIDO en Tauste (Zaragoza), el escultor Zacarías Pellicer nos dejó esta Navidad, el 26 de diciembre, pocos meses después de clausurar la que presentíamos sería su última exposición en vida. Y lo digo debatiéndome entre la profesión de periodista -porque escribir estas líneas es por un lado confirmar su muerte, algo que a quienes le conocimos personalmente nos duele y entristece- y la luz creativa que sembró en cuantos nos acercamos a su obra, actitud esperanzada que me lleva a colaborar en transmitir que su legado escultórico permanece y se empezará a conocer cada vez más.
De su obra, principalmente en madera, aunque reflejada en catálogos, hemerotecas y en algunos estudios publicados sobre la escultura aragonesa actual, todavía no nos alcanza su verdadera fuerza y coherencia. Ese penetrante sentir de la época que le tocó vivir y del entorno que eligió para trabajar, con una universalidad desde lo local y con una originalidad desde la propia naturaleza que no expresaba con palabras sino en formas, texturas, volúmenes, movimiento, todo en armonía, con aparente sencillez, pero en el fondo de una genialidad sorprendente. Su calidad comienza ya en la ecología aplicada desde la elección de los materiales que empleaba, la madera recuperada de derribos, el roble centenario que surgía entre ruinas y escombros, el olmo abatido por el rayo, el boj rescatado de movimientos de tierras, del expolio y la cortedad de miras.
Desde las Cinco Villas al mundo
Era parco en palabras, austero y tenaz, incómodo para quien no fijaba la atención en sus obras porque en ellas lo daba todo. Decía que el carácter de su pueblo estaba forjado por el viento tenaz y constante y por una luminosidad y amplitud de horizontes nefastos para la concentración. "La mente y el corazón, me decía, se dispersan con facilidad aquí". Y aquí era su tierra, su querida Tauste que ya no recuerda el rumor del bosque, donde la hermosa torre mudéjar convive con la prisa y la apariencia, pecados de la sociedad actual, donde él se empeñaba en rescatar hasta el más pequeño tesoro natural y arquitectónico. Logró rescatar para su pueblo la iglesia de San Miguel, conocida por todos por San Antón, cuando era una pura ruina y fue para él un reto con todos los oficios y materiales, incluso con la numerología que le apasionaba, como todo aquello que pudiera darle señales de una sabiduría auténtica. No juzgaba, buscaba elaborar el antídoto para una resaca cultural y social fruto de una elevada renta per cápita, de la televisión, del deporte que según decía nos hace espectadores en vez de deportistas, de los canales de riego que no dejan añorar el rumor de ramas ni las fuentes. Ajeno a cualquier incomprensión, él las buscaba.
Premios a sus esculturas
Premio Internacional Ángel Orensanz, Premio San Jorge de Aragón, Premio Numancia, Trofeos para el Premio Leonor de Poesía en Soria varios años consecutivos, Medalla de Oro en Almería… sus exposiciones llegaron a viajar hasta Suiza, y se adentraron incluso en la Moncloa madrileña, pero siempre volvía enseguida a su pueblo, incluso a contracorriente de la historia, como los salmones remontan río arriba. Así remontó los caminos hasta Sangüesa, hasta Xavier, que le abría la puerta a Navarra, y a la cultura vasca en toda su amplitud, desde Jaca a La Rioja y desde las Cinco Villas a Otxagabia y al Cantábrico, para seguir buscando a través del románico, de los monasterios, hasta Poblet, y de ahí a Barcelona. De Jaca podía haber volado a Nueva York, como lo hizo su amigo Ángel Orensanz, que dio nombre al Certamen Internacional de Escultura en Sabiñánigo, pero ahí confirmó su vocación de enraizar en su origen para llegar al verdadero sentido de las palabras originalidad y universalidad.
Su primera exposición como escultor fue en Tafalla, en un local del PP Escolapios. Era el año 1978 y ni siquiera existía en proyecto la Casa de Cultura. La siguiente fue en Pamplona y de allí a Zaragoza, y así año tras año, a base de esfuerzo, con el don de transformar siempre el espacio en que exponía. Desplegó obras en piedra, madera, barro cocido, metal… decantándose enseguida por la madera, preferiblemente el boj, que sabía respetar y pulir hasta darle nueva vida y tocar la fibra de los sentimientos, con una vena admirable que Oteiza tan bien definía al hablar del arte como un servicio a la comunidad, desde el cromlech, desde el roble, hasta conectar con la religiosidad cósmica y el silencio sagrado de la naturaleza.
Miraba a la naturaleza para buscar lo sagrado
Con gratitud y humildad nunca desperdició los materiales que le venían a la mano, reciclaba y respetaba con la austeridad y la voluntad del monje que cava la viña y medita sobre las formas, los soles y las estrellas. Encontró en el boj su alma y la pulió sin metáforas. En sus excursiones compartía su pan y olivas maduras y regalaba tiempo y silencio, tan creativo que inspiraba los textos de todos quienes nos acercamos a su obra como quien hace brotar agua de las rocas: un catálogo tras otro, una exposición tras otra, itinerante, constante, ¿incansable? No había prisas ni fechas fijadas de antemano, todo fluía al ver sus esculturas. Obras como El elemento elevador, o escalera que se convierte en árbol vivo (permanece en el Ayuntamiento de Tauste), la serie titulada Brotes que en roble y boj parecen seguir creciendo, ahora tiernos y frágiles en su solemnidad; el ciclo de Rosarios y elementos colgantes donde sencillas maderas parecen hechas de materiales tan exóticos como el ébano y marfil; o las planchas artísticamente resaltadas con el plomo de tuberías recogidas de la escombrera y que él mismo fundía al aire libre hasta transformarlo en "Signos" de plata; o las maderas muertas que convirtió en la serie Materia en saludables manzanas de todos los tamaños y texturas, que llevó a exponer en los claustros de diversos monasterios, desde Navarra a Cataluña; cronológicamente vino después la serie Por la señal de la Santa Cruz, cruces alejadas de lo banal, como elemento representativo del elemento tierra, la cruz como señal, por la que tomamos conciencia del aquí y el ahora.
Su aquí y ahora había comenzado a muy temprana edad, con ocho años ya asistía a clases de dibujo con Manuel Laguía, aprendió artes y oficios y siguió buscando, primero en el dibujo, en Pamplona, de la mano de uno de los mejores, el maestro Eslava. Para los colores y las formas rastreó desde la labor de constructor, del humilde albañil, del cantero, del que aplicaba el mortero, del carpintero… pero de nuevo a contra corriente, buceando en los oficios como genial restaurador. Así es como amaba la sabiduría popular guardada en el conjunto de oficios que hacían habitables las viviendas y así reconstruyó casas memorables para sus paisanos.
Amaba su tierra, amaba la vida, sin discursos, a su manera. Conocía bien la arquitectura tradicional navarra y aragonesa, sabía reconocer el estilo en la colocación de los aleros de ladrillo macizo, la labor de forja de balcones y rejas; la gracia de las sencillas baldosas hidráulicas… recuerdo la emoción que despertó en Tauste con su exposición de objetos recuperados literalmente de la basura, desde puertas y ventanas a pucheritos y hornillos. Me despertó a la espiritualidad a mis descreídos veintisiete años, con las visitas al románico de la Valdorba. Una vez, en San Pedro de Etxano, ajenos al ajetreo de la construcción de la que sería la presa de Mairaga, tal vez en previsión de que algo hiciera imposible para siempre la visita, me invitó a entrar y apreciar cómo los antiguos dominaban la luz y el sonido. En la semipenumbra la luz parecía brotar como gotas de la mañana filtradas a través del delgado alabastro que hacía las veces de cristal en la ojiba. El silencio sabía allí a gloria.
El paisaje a la escultura
A finales de los años noventa, con la serie Instrumentos para la supervivencia de nuevo nos llevó de la mano a contemplar de otra manera la naturaleza. Eliminó el pedestal de las esculturas sustituyéndolo por varillas que clavaba como lanzas en la tierra, dejando que las cabezas granadas de boj, como cohetes, como aviones atados a la tierra, se mecieran en conjuntos que llamó Instrumentos para la supervivencia y los llevó a las playas donostiarras, al río Salazar que parte en dos Otxagabia, fue al Roncal, a Orbaiceta, los meció en la ciudadela de Pamplona y en la Aljafería de Zaragoza. En cada lugar sus esculturas se mecían al viento sin importar que estuviéramos fuera o dentro del edificio. Nada es casual. Jugando con las formas, volúmenes, colores, sombras y luces que proyectan entre sí nuevas formas y ritmos, las formas vivas y cambiantes, el desarrollo de las figuras, el color, la textura suave de las maderas, nos había recreado un paisaje.
La responsabilidad de un legado
La última exposición fue en Tauste sobre las proporciones áureas, los sólidos platónicos que están en la base de todo el universo creado. Una larga enfermedad minaba su salud, pero a nadie decía nada, se lo llevó recién cumplidos los sesenta y ocho años. Hasta el último momento animado por nuevos proyectos, con la dignidad del boj quería dar un último aliento a su obra, en el catálogo nos ofrecía una frase de Pitágoras: "no permitas que el sueño cierre tus ojos si antes no has pensado tres veces en las acciones del día. ¿Qué hechos bien realizados, cuáles no, qué me falta?". Con su voluntad tantas veces incomprendida discretamente nos visitó a los amigos. Una vez más carretera de Sádaba y de Sangüesa arriba, hacia el Norte, y hacia el Este, y luego hacia el Oeste. En Pamplona la galería Canvas, recién inaugurada, daba noticia hace pocos días de la venta de una escultura de Zacarías Pellicer. En Tauste queda todavía el eco de una despedida que no quiere serlo. Permanece su obra, la dejó a la mano de sus hijos, la repartió en algunos -pocos- domicilios particulares, incluso en el ayuntamiento y en centros educativos, porque no le gustaba desprenderse de sus obras, quería estar seguro de que serían cuidadas, disfrutadas de por vida. Su obra es una buena semilla a preservar.