el jueves pasado, en el Caballo Blanco, le tocó el turno a la banda riojana Vuelo 505, que, como viene siendo costumbre, congregó a una muchedumbre que disfrutó, bailó y aplaudió a rabiar la puesta de largo de su último trabajo, No hay historias de fracaso. Ofrecieron un show sin fisuras, se notó que llegaban muy rodados, tanto por sus propios conciertos como por los que están haciendo junto a Marea. A las ocho en punto la banda comenzó a tocar y Rubén, el cantante, se quedó debajo del escenario con la capucha del jersey sin mangas cubriendo su cabeza y golpeando al aire como un boxeador. Luciendo un buen juego de piernas subió al escenario y comenzó a repartir estopa a diestro y siniestro. Tras una breve introducción musical, el primer golpe fue Con el viento a favor. Este corte optimista fue el mejor de los presagios de la excelente noche de rock que nos esperaba. Ya lo dijeron al saludar: íbamos a pasar un buen rato en el que podríamos olvidarnos de los pequeños o grandes problemas que cada cual pudiese arrastrar. La receta para conseguirlo, un rock de corte clásico que bebe de los pioneros del género de la década de los cincuenta del siglo pasado, cosa que quedó especialmente clara, por ejemplo, en Desaprender lo aprendido o el final de Estamos muy bien.

Con La ley del escaparate se miraron en el espejo de los Rolling Stones, con esas guitarras sucias y esos riffs secos e irresistibles, que acabaron fundidos con la igualmente correosa Dime dónde vas. Estuvieron muy comunicativos, conversando mucho con el público, lo que contribuyó a que la conexión fuese todavía mayor. Se mostraron agradecidos con la organización del ciclo del Caballo Blanco, especialmente con Alfredo Domeño, alma mater del proyecto, para quien pidieron un aplauso, así como para la oficina de El Dromedario, con la que trabajan. Siguieron, algo más tranquilos, con Tierra quemada, y se pusieron bailones con Fuera de la pecera, en la que exhibieron esencia latina. Se mantuvieron por esas latitudes en Una casa en ruinas, que en el álbum grabaron junto a Pau Donés, -qué buena melodía, qué buena letra y qué bien conseguida la simbiosis entre ambas-. El gran Gabri Gainza, a quien habíamos visto el jueves pasado en ese mismo escenario con su banda, El Desván -y hace tres semanas acompañando también a Latxatarra, parece que este hombre vive en el Caballo Blanco-, salió a cantar en Las arrugas de mi voz.

Endurecieron el ritmo en el tramo final con El camino de vuelta, en la que citaron al gran fotógrafo navarro Fernando Lezaun, y En la farmacia de Chelsea, sobre cuya letra y música sobrevoló el venerable espíritu de Chuck Berry. Amenazaron con decir adiós, pero como bien cantó Rubén, Me asustan las despedidas, así que presentaron a la banda y todavía tocaron Las cosas que no pueden ser, en la que bajaron al público, trasladando la fiesta a la terraza. Si el concierto había sido bueno, ese final fue la rúbrica perfecta. Rock de altos vuelos.