a semana pasada mi madre y mi tía recibieron su primera dosis de vacuna, unos días antes mis suegros también se habían vacunado y se notaba la alegría en ellos. Vamos viendo cómo la población mayor constata que las situación puede mejorar, finalmente. De un tiempo, un año ya, a esta parte el futuro se había estrechado, más bien no nos atrevíamos a mirarlo por si acaso seguía poniéndose más oscuro aún. Recuerdo hace un año, qué ingenuos, cuando queríamos también ver en la forma en que aplaudíamos por las noches, en que la solidaridad se mostraba eficiente allí donde el confinamiento había paralizado la posibilidad del apoyo en una sociedad tan injusta, los primeros pasos de una sociedad resiliente, que iríamos así aprendiendo a convivir con la realidad y venciéndola con ayuda de la solidaridad. Luego, los vaivenes de la realidad fueron demostrando que esas redes necesitaban alimentarse porque si no se secan. Y un día la gente dejaba de aplaudir y a la siguiente semana estaba protestando usando su filtro ideológico como principal si no único baremo de lo que está bien y está mal. De un año a esta parte hemos vivido demasiados momentos con intensidad que, seamos sinceros, mejor habrían merecido nuestro silencio cauto y un poco más de comprensión y compasión. Me quedo con aquel marzo ya confinado y aterrado cuando, utópicos, hasta los filósofos creyeron que éramos capaces de aprender y corregir los errores precedentes. Y espero que un día podamos realmente crecer y hacerlo posible.

Por cierto, que hoy es 8 de marzo y hay que decirlo. Y hacerlo. Con este año que hemos pasado resulta increíble que todavía haya quien siga diciendo la mentira esa de que el año pasado las manifestaciones fueron agentes del contagio. O peor: que haya quien pretenda deslegitimar la protesta o tutelarla. Feminismo o barbarie.