La toma de posesión el pasado domingo de Luz Inázio Lula da Silva como presidente de Brasil tras su victoria electoral en las elecciones celebradas el 30 de octubre abre un nuevo ciclo político en la mayor democracia latinoamericana en el que el líder izquierdista afronta en su segunda etapa al frente del país gigantescos desafíos entre la esperanza y la incertidumbre en una sociedad muy dividida. Como avanzó en su discurso de jura del cargo, Lula se propone la “reconstrucción” de Brasil tras el traumático y nefasto mandato de su antecesor, el ultraderechista y populista Jair Bolsonaro, una etapa caracterizada por la “demolición” de varias conquistas y logros obtenidos en décadas anteriores, fundamentalmente en la reducción del hambre y la pobreza y en el respeto a los derechos fundamentales. No será nada fácil esa tarea para el nuevo gobierno. La polarización extrema a la que ha conducido la irresponsable gestión del anterior presidente no será un obstáculo menor. Bolsonaro, que tras su derrota electoral llegó a coquetear con no reconocer los resultados –a imagen y semejanza de lo que hizo en EEUU su ídolo Donald Trump– estuvo ausente en la toma de posesión de Lula en un intento por evitar la imagen de la cesión de la presidencia y el traspaso de poder, lo que puede –y quizá debe– interpretarse como un mensaje de insumisión y resistencia, de momento pacíficas. Lo dramático de la situación es que Lula solo podrá tener éxito en su programa y sus objetivos si revierte de arriba abajo las políticas de Bolsonaro y da la vuelta como a un calcetín a la economía de Brasil que ha dejado en herencia su predecesor, que, sin embargo, sigue contando con un gran apoyo como se demostró en las reñidas elecciones presidenciales. Ni Lula es ya el emergente y carismático líder que arrasaba en las elecciones hace 20 años y logró una drástica reducción de la pobreza y el hambre ni la sociedad brasileña es la misma de hace dos décadas. “Rescatar” del hambre a más de 30 millones de personas y sacar de la miseria a unos 100 millones de ciudadanos, así como frenar la insostenible deforestación de la Amazonía y romper con la fractura social frente a la que se prevé una durísima oposición del bolsonarismo es un desafío sin precedentes. Pero solo la culminación de estos objetivos puede devolver Brasil a la categoría de potencia democrática y económica fiable en el concierto internacional.