Las delegaciones de China y Estados Unidos han cerrado en Londres un principio de acuerdo que, de momento, permite mantener en suspenso la guerra arancelaria entre ambos países y debe derivar en un marco bilateral de relaciones que estabilice su flujo y, con él, la percepción global de la economía. No sorprende que se haya incidido tanto en la trascendencia de la conversación telefónica entre Donald Trump y Xi Jinping, dado el personalismo de ambos modelos de liderazgo, pero sí el carácter primario que parece haber dominado el proceso. La necesidad de ambos mandatarios de dejar en evidencia su liderazgo parece haber sido determinante para aportar fluidez a las conversaciones. En la práctica, el reconocimiento de la interdependencia es el factor que siempre ha debido propiciar la lógica del acuerdo frente a la confrontación.

A Trump, el lastre de su déficit comercial con China le exige ampliar sus ventas en ese país; a Xi, la dimensión de su estructura productiva le obliga a un flujo constante de mercancías al exterior. Desde una perspectiva europea, la sensación es agridulce. Por un lado, es evidente que la estabilidad es un activo y la expectativa de reproducir el modelo para superar las divergencias comerciales también entre la Unión Europea y la administración estadounidense. Pero, por otro lado, tras hacer saltar el modelo de reglas equilibradas y globales de la Organización Mundial del Comercio, Trump ha logrado sustituirlo por otro de acuerdos a conveniencia en el que la debilidad de los interlocutores tiene mucho que ver con la consecución de sus objetivos. esto le anima a apretar cada vez más y a interpretar que su estrategia de tensión le favorece.

Por otro lado, si los aranceles son un problema grave en tanto se han usado como arma para someter la voluntad de un socio o competidor comercial –tanto o más que para proteger la supervivencia a un determinado sector nacional–, no es menor el riesgo de que un tablero desregulado y comercialmente bilateral alimente prácticas anticompetitivas, como el dumping en el que ciertas economías asiáticas han sido especialistas en el pasado –Corea del Sur o la propia China, sin ir más lejos–. Para Europa, es momento de moverse en este nuevo marco y proteger sus intereses socioeconómicos con una estrategia colectiva que no la fragmente como actor.