Tenía algo que contar, pero lo he olvidado. No me había ocurrido nunca; por lo general, cuando te vas curtiendo en el oficio, acumulas recursos para, en un caso de apuro como este, sacar adelante una columna con un mínimo de dignidad. Mi estrategia ha sido esperar, estar alerta para que cuando saltara la chispa, poder cazarla al vuelo. Nunca me ha fallado. “Que las musas te pillen trabajando”, en afortunada sentencia de Pablo Picasso.

Pero, ya digo, no me acuerdo de cuál era mi intención al encarar esta última columna, de este escrito que cierra el año, de estas últimas cuatro letras. No sé si lo que planeaba tenía que ver con algún agradecimiento íntimo –muy del uso en una fecha tan señalada– a mi familia y amigos y amigas; si lo que me empujaba a rasgar el teclado era escribir de los compañeros y compañeras que han dado y dan sentido a la vida de esta redacción, de los que engrasan a diario ese eje de este periódico que es la rotativa, y de quienes se ocupan del resto de la intendencia. Descarto también que mi pretensión original fuera sacar a la luz a gente tóxica: Olga nunca me lo permitiría.

Olga es mi Sigrid de Thule, nuestra Madre Teresa de Calcuta, un Ángel de la Guarda para todos. Así que por ahí tampoco irían los tiros. Es más, seguro que lo que no pretendía, válgame Dios, sería arreglar cuentas con alguien, pasar facturas que nunca saldan viejas deudas, citar a quien me ha ignorado o devolver la afrenta al que me ha ofendido: ninguno de ellos merecería que gastara una sola línea. Tampoco es mi estilo. Por eso desecho que la idea primitiva de este artículo caminara por esos derroteros. Tendría más sentido hoy enredarse con todo lo bueno que dejamos atrás, con las personas que siempre hemos sentido cerca, con lo que no vuelve porque todo es perecedero, con lo que han cambiado las cosas desde la última campanada, desde la última uva.

Hubiera sido recurrente también abordar lo que trae el año nuevo-vida nueva, ese salto al vacío de días, semanas y meses que no serán, en adelante, como los días, semanas y meses hasta ahora conocidos. Pero cualquiera de esas lecturas resultaría de digestión pesada para el lector: ¡a mí qué me cuentas! Así que, llegado hasta aquí, con el espacio en blanco consumido, mejor no darle más vueltas. Si recuerdo de qué quería escribir, lo cuento otro día.