Yo en verano me aburro, sobremanera. No soy como esas gentes que en cuanto pisan julio inician una carrera contra el reloj llena de aventuras nuevas, lugares mágicos, actividades extraordinarias y experiencias inolvidables y todo eso como poco y a ser posible narrado en Facebook, Instagram, Twitter y Radio Macuto. Esa gente que no sabes si ha estado una semana de vacaciones o realmente no ha trabajado jamás y vive desde 1977 en una playa de Namibia o en los jodidos Alpes. No soy de esos. Yo me aburro. Ya saben, eso de no hacer nada, pero nada de nada de nada, y no tener en el horizonte del día ni una sola cosa interesante o universalmente catalogada como estimulante que hacer, ni mañana, ni al otro, ni en semanas, si me apuran. A mí esto me encanta. Creo que he nacido para ello, en realidad. Cuando era chaval me iba al pueblo mínimo dos meses y mis amigos iban con sus padres a la playa y esas marranadas y luego la ciudad y sus piscinas y sus fiestas y eso y me preguntaban que qué hacía yo en el pueblo tanto tiempo y les solía contestar que aburrirme, por no ahondar en su herida, claro, porque yo siempre los miraba como con pena. Me sigue pasando igual. Cuando vuelvo del pueblo a la ciudad me da todo el mundo una lástima tremebunda. Porque se les ve que tienen cosas que hacer. Y eso es muy duro. O eso creo. Porque yo soy capaz, desde pequeño, de quedarme mirando la corriente del río durante horas y luego deambular por el bosque hasta que se hace de noche o simplemente ir de casa al pueblo a por un helado y volver y sentir que he estado en la cima del Kilimanjaro. No me importaría estar de verdad en la cima del Kilimanjaro, ojo, ni en miles de sitios, pero no lo cambio por un mes sin hacer nada y bien aburrido si hay un río, un helado y nada que hacer como principal horizonte. Divertirse también está bien, no digo que no. Pero te complica mucho la vida.