La estupidez da miedo. Sobre todo cuando ves su poder. En todos los campos. Y en los niveles más altos, naturalmente. Según el historiador Carlo M. Cipolla, un estúpido es una persona que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener al mismo tiempo un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio. A propósito de esto lanzaba un aviso para despistados: siempre e inevitablemente cada uno de nosotros subestima el número de individuos estúpidos que circulan por el mundo. Ahora bien, cuidado con las conclusiones. Porque me temo que en la mayoría de los casos, lo peor de todo es que otorgamos prestigio al estúpido en función de su capacidad para hacer daño. O sea, que en lugar de descubrir al estúpido y ponerlo en evidencia, nos sentimos intimidados por él: le damos importancia. Y lo que es peor: nos dejamos atrapar en el embrollo de sus estupideces. Una pregunta: ¿no es eso, en realidad, doblemente estúpido? Lo que me preocupa sobre todo es la dinámica de retroalimentación de la estupidez en el ámbito político. Y por consiguiente en el periodístico, que es su espejo. Porque lo más peligroso de la estupidez es eso: que contamina el espacio público. Es provocadora, es contagiosa. Se propaga con rapidez. En torno a ella se enrarecen las leyes de la lógica, dando lugar a reacciones doblemente estúpidas. O sea, generando una vorágine creciente de réplicas y contrarréplicas absurdas que no sólo no van a ninguna parte sino que además acaban aplastando cualquier intento de reconducir la situación hacia una racionalidad elemental. Yo antes pensaba que la estupidez tiene todas las de perder frente a la inteligencia, pero no es así. Estoy harto de ver a la inteligencia humillada por la estupidez. Y no tiene piedad. Al contrario, se crece. Es arrogante. Bien acomodada en su asiento, alza el mentón y resopla con jactancia. Y da miedo cuando mira de soslayo. Ya lo creo que da miedo.