o es mi intención el zambullirme en debates históricos sobre la conquista de Navarra, para eso recomiendo la lectura del libro de Tomás Urzainqui y Juan María Olaizola -del que tomo prestado el título para esta columna- o de la numerosa bibliografía que repasa los límites territoriales del Reyno a lo largo del tiempo y del contexto político. El caso es que la imagen de personas tumbadas al sol en las bautizadas como playas de Nagore, a la cola del embalse de Itoiz, me trajo de pronto el vacío de una comunidad sin salida al mar y que empuja a sus gentes a invadir los arenales del Cantábrico a poco que el sol se ponga pegajoso y suba la temperatura. Los navarros soñamos con el mar que no tenemos porque somos visitantes de silla y sombrilla, turistas aparcados unas horas en zona azul. He leído que Carlos IV (VII de Navarra) decidió acceder a la secular reivindicación del Reyno anexionándole en 1805 Hondarribia. Pero que en 1814 Fernando VII (III de Navarra) repuso los límites anteriores a 1805 y Hondarribia volvió a ser guipuzcoana. Era una pequeña franja de mar, pero con poco más se conforman países como Eslovenia, con unas estrechas vistas al Adriático entre Italia y Croacia. El mar es aquí la pieza que falta en el mapa de la publicitada diversidad.

Esa ausencia de litoral se ha suplantado con el hábito doméstico de acercarse a nuestros ríos y embalses. Yesa fue durante años un mar sin olas, lugar para matar el gusanillo de quienes se subían a una embarcación y navegaban con un horizonte que, como en la película El show de Truman, terminaba de sopetón en la raya de los diez kilómetros. Cerca de Pamplona, a finales de los años sesenta, nacía la playa fluvial de Oricáin, en el río Ulzama, un lugar con más fresco que caudal de agua por el estiaje veraniego. Sin embargo, la progresiva mejoría de los ríos y balsas, el control de los vertidos contaminantes, han recuperado espacios naturales en los que poder tomar el sol y bañarse sin riesgos.

Nagore es ahora el nuevo balneario, otro lugar donde extender la toalla en el pasto y rellenar la ausencia de un mar que no solo inspira a los poetas sino, en el caso de Navarra, también a los historiadores.

La imagen de personas tumbadas al sol en las bautizadas como playas de Nagore me trajo de pronto el vacío de una comunidad sin salida al mar