tanto en el Estado, ya antes de la nueva investidura de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno central, como en Navarra, desde el acceso a la Diputación de Uxue Barkos tras casi cinco lustros de poder omnímodo de la derecha, la acción política cotidiana ha adquirido formas y tonos que difícilmente casan con la intención constructiva que se supone a una actividad en principio destinada a rendir beneficio a la sociedad. Son modos de hacer tóxicos que incluso se antojan reñidos con el interés general debido a que su supeditación al momento y la primacía que conceden a la penetración mediática los sitúan en el campo del sensacionalismo más obsceno, conformado por exageraciones y directamente mentiras desde un ánimo revanchista del que Navarra Suma constituye un lamentable ejemplo. La labor de la oposición no está dirigida entonces a la mejora de los proyectos legislativos o a la búsqueda de consensos mayoritarios que los impulsen por temor a que estos sean capitalizados por el oponente, sino a la búsqueda de debilidades en el mensaje o de errores en la gestión del rival que puedan ser utilizados para deslegitimarle, incluso antes que para poner en solfa su idoneidad o el desempeño en cuestión. El control de la acción gubernamental como pilar de la democracia para contribuir a un mejor ejercicio del poder se pervierte así, transformándose en simple útil en la pretensión de acceder a él a cualquier precio. Todo ello no es realmente nuevo, había venido siendo empleado por los diferentes populismos desde el pasado siglo, pero la creciente preponderancia del interés electoral sobre cualquier otro y la oportunidad de manipulación que brinda el entreverado ámbito de la comunicación digital ha provocado un envilecimiento estructural de las derechas a lomos de su eco mediático. Particularmente donde no gobiernan, desde una concepción patrimonial del poder de la que resulta todo un paradigma la coalición Navarra Suma. Esa aberrante estrategia conduce en primer término a la banalización de la política, aminorando su influencia efectiva en la gestión, y a la postre a deslegitimarla como generadora de soluciones reales para una ciudadanía cada vez más descreída. Y ya se sabe que esa desafección abona el cuestionamiento de la democracia, el caldo de cultivo propicio para que germine una panoplia de corrientes autocráticas, autárquicas y totalitarias.