aseo muchas veces por zonas de mi barrio en las que hay casas abandonadas, como el entorno de Aranzadi o el paseo del Arga, lugares amables en los que desconectar y disfrutar del sonido ajeno a la ciudad, y como yo otras muchas personas. Paseamos distraídas, pensando en nuestras cosas, muchas veces sin ver, o simplemente sin mirar aquello que no queremos ver. En esas casas abandonadas habitan personas que no tienen otro hogar, jóvenes en su mayoría a los que ahora conocemos un poco mejor tras leer sus testimonios en el reportaje de Edurne y Unai publicado este domingo en estas mismas páginas. Es necesario hacerlos visibles y el periodismo es una buena herramienta para sacar a la luz lo que no interesa iluminar. La pobreza vive a nuestro lado, en casas abandonadas, debajo de puentes, en cajeros, en porches... y la pandemia ha agudizado muchas de estas situaciones ya duras de por sí, cuando tienes que quedarte en una casa que no existe o aislarte en un cuarto que da al cielo. Vivir así no es una elección, es un final al que se llega y del que es complicado salir si nadie te tiende una mano. "La vida es dura, todo es muy complicado", decía uno de ellos. Y es verdad que lo es, por eso tenemos que empatizar con las personas que lo están pasando peor, y verles y entenderles que están aquí por un deseo de tener una vida mejor. Un sueño legítimo. Acompañarles como sociedad en ese camino es esencial, tenderles puentes para que puedan ir saltando los obstáculos para no caer en el agujero de la exclusión.