De todas las formas de gobierno, la democracia es aquella en que la igualdad entre los ciudadanos, el respeto a sus decisiones y la dignidad y libertad de sus actos están mejor representados. En la misma, cada elector deposita el voto por quien mejor le participa de los objetivos que la definen. Y aquí surgen algunas matizaciones: no votamos a una persona, sino a un partido, que haciendo un uso inmisericorde decide quién es candidato y en qué orden se ubica en el listado, garantía de que los próximos 4 años va a estar libre de pecado del paro o trabajo precario. Pero ello conlleva la sumisión a los dictados del partido y pagar un canon voluntario/obligatorio, por ir en listas; la pegada de carteles ya es un atavismo. Ello fortalece el riesgo de preferenciar a Dios antes que a los hombres. Si le sumamos los pormenores personales en cuanto a formación, espíritu real (no trampantojo), capacidad de gregarismo, comunión ideológica, querencia por la fotogenia y otros, los objetivos de la democracia representativa quedan en solfa.

Si alguien opta y es seleccionado para cargo público, está obligado a no pensar; ni siquiera debe saber votar: ya le dicen qué hacer con el dedo levantado, par/impar. Jamás participará en la toma de decisiones, no importa cuán volátiles sean estas, estando supeditado a los dictados de sus jefes, en una estructura jerarquizada, casi militar. Si hay cambios en conceptos sustanciales que hagan de la necesidad virtud, el electo se fideliza a la organización so pena de caer en la soledad y el ostracismo; y estar preparado para que lo despidan sin mucha ceremonia. La alternativa es convertirse en un poeta del silencio. Ello ha promovido una corriente de opinión partidaria de la lotocracia, tan utópica como lo fue el sufragio universal, como forma de acceso a estos singulares puestos.

La democracia no es garantía de honradez, pero debiera ser garantía que los casos de corrupción se investiguen en tiempo. La corrupción adquirió tal gravedad que se desarrolló normativa de buen gobierno. La Ley de Transparencia tuvo como objeto poner en comunicación la sociedad civil, los administrados, con la Administración. Supuso un revulsivo satírico al termino decimonónico del vuelva usted mañana. A esta colonización sectaria de las instituciones se denomina corrupción, aunque los más sutiles lo denominen amiguismo.

Los conversos reformadores creadores de comunidad, partidarios de la política como conciencia crítica, tenían la misión de fortalecer la verdad frente a la fantasía mítica del todopoderoso político. Con esta ley, el endiosado empezó a ser considerado humano y como tal facultaba al ciudadano a tratar de tú a tú a su congénere, a poner en entredicho las virtudes teologales en formato ego y a dudar que sea oro todo lo que reluce.

Pero contra el vicio de pedir la virtud de no dar. Que exista la ley no es garantía de su cumplimiento; se utilizan subterfugios como invocar la normativa de protección de datos, utilizado para evitar dar información; en otras ocasiones, simplemente no se justifica, cuando el Gobierno pleitea para no hacer públicas las inmatriculaciones de la iglesia. Y lo gravoso de estos hechos es la sensación de impunidad de quien practica esta violación de principios y la mendicidad de una abstención retribuida, el ninguneo (baladí) del administrado.

A veces un caballero debe dejarse engañar y las apariencias han de aceptarse. La Ley Foral 19/1996 y la LBRL del 85 obliga a altos cargos (consejeros y concejales) a la transparencia de declarar sus bienes. Entiendo que entienden que es una especie de desnudez teatral y de humanización de su profesión el ofrecer a la parroquia aquello que da juego. Ejemplaridad defraudada. Son públicos y se han publicado los datos de quienes conforman el ayuntamiento de la capital. Se sobreentiende que estos son representativos de la sociedad de la que proceden en algunos elementos sociopolíticos, pero hay dudas respecto a la conformación económica. Sirva de ejemplo que el 25% de ellos tienen una vivienda con un precio inferior a 26.000 euros, con préstamos incluso 8 veces superior al valor de la vivienda, sin importar el partido político al cual representan; justo es reconocer su bien hacer en la transacción, son los más buenos entre los mejores.

Las normas legales tienen un espíritu que encarnan los principios socialmente aceptados y compartidos, pero sujeta a cambios de propiedad en la gobernanza. El arte de la persuasión y la omnipotencia de la palabra debe ser el acicate que derrumbe la rutina de la ley del más fuerte.

Quienes viven desde la política deben procesar que los sujetos activos no son ellos, que su tiempo pasa más pronto que tarde, que deben dignificar su profesión y respetarse para que la sociedad les respete y que las travesuras no están en su mejor momento. Las democracias necesitan confianza en sus leyes e instituciones, pero también en las personas que las conforman.

El autor es sociólogo