EN 1887 se celebraba en Pamplona el IV centenario del milagro de la Virgen del Camino. Tal prodigio había ocurrido en 1487 cuando una imagen de la Virgen, robada por en dos ocasiones de su originario emplazamiento en Alfaro (Rioja), apareció otras tantas veces en nuestra vieja Iruñea. Para celebrar la efeméride, la Hermandad de la Pasión del Señor instaló en la plaza de la Navarrería (también llamada de Zugarrondo) una cruz de madera y ramajes diseñada por el cofrade Florentino Istúriz.

La foto muestra la gigantesca cruz, adornada con un crismón y una cartela en la que podía leerse "La Hermandad de la Pasión del Señor en el Cuarto Centenario de Nuestra Señora del Camino". Detrás puede verse la fachada del palacio, en el que entonces se había instalado el colegio de San Luis, cuyo nombre hemos podido leer, ampliando mucho la imagen, en la pancarta del primer piso. Encima, otras dos personas se asoman a otro balcón, y tras la ventana de la derecha puede adivinarse la silueta fantasmagórica de una persona más. Según hemos podido saber, este colegio San Luis estaba regido por un tal Echarte, y los maestros eran don Eleuterio y don Domingo. Apreciamos también que falta la actual fuente de Navarrería, que entonces estaba instalada en la plaza inferior de la Navarrería, junto al arranque de la calle Curia, y que no sería trasladada a este lugar hasta el año 1913, es decir 26 años después.

HOY EN DÍA, y salvada la notable incorporación de la fuente de la Navarrería, debemos conceder que el lugar no ha cambiado demasiado en el siglo y pico transcurrido. El palacio de Rozalejo data de hacia 1750, fue construido en estilo barroco de sabor clasicista, y originariamente fue solar de los Daoiz-Guendica. Su más célebre miembro fue Fernando Daoiz-Guendica y Aldunate (1739-1808), que por su matrimonio incorporó el título de marqués de Rozalejo a la familia. Fue general de la marina, combatió la piratería berberisca, sirvió en Cuba y dirigió una expedición a la Luisiana americana.

En otro orden de cosas, la antiquísima fotografía nos transporta a una época, no tan lejana, en la que los ritmos de la sociedad estaban marcados de forma radical por la omnipresencia de la religión católica. La jerarquía eclesiástica, erigida en una élite intocable e incuestionable que decidía por todos lo que era bueno y malo, lo justo y lo injusto, lo legal y lo ilegal. Un tiempo en el que imponían a la gente sus criterios, adoctrinaban a golpe de vara, sancionaban pública y privadamente a los que se desviaban de su ortodoxia y los sometían a terribles escraches, con excomuniones, desagravios rituales y negación de los sacramentos incluida. La vida de todos, condicionada por las creencias de algunos. Y una época oscurantista que algunos obispos, a juzgar por sus actuaciones, parecen aún echar mucho de menos.