La poesía es alimento vital para Irazoki. Y la encuentra constantemente, en cada esquina. “Vamos pisando milagros”, dice. Por eso, no se despide del todo de ella. Solo de su forma escrita. El poeta lesakarra afincado desde hace treinta años en París presentó la semana pasada en varias citas en Navarra –en la librería Walden de Pamplona, en Estella y en su Lesaka natal– el libro Los descalzos, que recopila su poesía completa, vivida, sentida y creada entre 1976 y este 2023. Como dice en el prólogo Fernando Aramburu, una obra concebida por su autor “como una casa definitiva”. Un hogar siempre abierto desde el que el poeta se da a los otros con placer, sensibilidad y emoción.

Aquí está su poesía completa.

Todos los poemas que no he roto, porque los reivindico con diferentes estéticas y diferentes vivencias, y con una evolución, pero tengo respeto por el muchacho que empezaba. No he querido modificar nada de aquello que escribí en esos primeros años, lo he conservado tal cual.

Porque ahí había una autenticidad.

Había una autenticidad en ese momento, tengo que respetar esa autenticidad, esa búsqueda a veces confusa, a veces lúcida, y no he modificado ni siquiera una coma.

Se percibe una evolución pero con un fondo que se repite. Una visión y una sensibilidad inmanentes.

Sí, yo reconozco inmediatamente la sensibilidad de cuando tenía 20 años. Era un hipersensible, pero he conseguido herramientas para no ser herido. Y son herramientas de serenidad. A veces las consigues milagrosamente. Pero ahora mismo, y desde hace muchos años, soy un hombre muy sereno. Entonces esa hipersensibilidad lleva la envolutura de la serenidad. Pero claro, la hipersensibilidad, esté fuera o dentro existe, y eso se ve en las primeras palabras y las actuales. Ese fondo se repite.

Hay en su trayectoria una evolución hacia la prosa.

Sí. A mí lo que me pasó fue que, primero, a los diez años tenía que hacer un trabajo escolar sobre la Navidad, lo cual me suponía una pereza absoluta. Yo vivía en un caserío en un paisaje idílico, yo he conocido el paraíso, con unos padres muy humildes que tenían la utopía de no tener deudas pero que tenían una calidad humana y eran un ejemplo ético de rectitud moral que me emocionaba desde el principio. Y a los diez años al final hice esa redacción que iba posponiendo en las vacaciones, y descubrí que yo era de verdad en la palabra escrita. Era donde era más verdadero y más libre. Entonces, años después muere mi padre, cuando yo tenía 14 años, y yo el sentimiento de abandono y tristeza profunda lo plasmo en la escritura de los primeros versos, y empiezo a escribir poemas y empiezo a buscar la poesía escrita en todos los libros, consumo libros con una voracidad total. Pero hubo un momento en que yo sentí que en mi verso había un agotamiento, y entonces opté por la prosa, y ahí redescubrí la libertad total que había conocido cuando tenía diez años. Es poesía presentada de otra manera, con otro envoltorio. Por eso la evolución del verso a la prosa.

“No soporto los dogmas; hay tantos matices y tantas voces que renunciar a eso para estar ebrio en la contemplación del ombligo me produce tristeza”

El título, ‘Los descalzos’, alude a un poema sobre su madre.

Sí, es un retrato de mi madre, que sin nada de reproches y con una serenidad absoluta, me dijo un día: yo no tuve zapatos hasta los veinte años. Y es verdad. La familia de mi madre era de una pobreza extrema. Y en ese poema yo encuentro un muro grueso de zapatos, y voy abriendo delicadamente el muro, y entonces paso al otro lado y veo a una niña descalza que es mi madre. Los descalzos no solamente son los recuerdos de mi madre, son todos los desfavorecidos del mundo, a eso me refiero. Porque en el libro hay mucho yo, pero como decía Schopenhauer, el yo del poeta es el hombre común, es el hombre universal. O sea, mi yo no tiene ninguna importancia, ninguna, es ridículo. Pero efectivamente yo uso el yo por ser honrado, por contar una cosa verdadera e íntima; no puedo hablar de tu yo porque no conozco lo suficiente, pero sí puedo hablar de mí. Pero mi yo no tiene ninguna importancia, es el hombre común, es el hombre universal.

¿Cuáles son las herramientas del poeta? ¿La observación, la mirada, la sensibilidad...?

Siempre he tenido ese cuidado de vivir intensamente, mirando las cosas con atención. Desde crío, yo tenía una enorme curiosidad por el funcionamiento de las cosas, de los seres humanos, de los animales, todo. Entonces ya tenía los ojos llenos de intensidad en la mirada. Y esa es la primera herramienta. Claro, se supone que esa intensidad va acompañada de sensibilidad, y de ver vivir a la gente. Vivir tú todas las experiencias y observar a los demás, si es posible de una manera benévola, comprendiendo. En el primer libro hay un poema, Panfleto contra la compasión, y sin embargo yo ahora reivindico la compasión. Pero no es la misma. La primera es la de la hipocresía publicitaria, la del ejemplo puramente formal pero no aplicado, pero luego he recuperado la palabra porque siento una enorme compasión por todo.

Dice en este libro que “la poesía es una intensidad de la mirada que despierta a la conciencia”.

Claro, esa es mi definición de la poesía. Los días vividos me dicen eso. Sí, lo vivo así. Claro, eso va unido a la conciencia, y el tener una enorme comprensión de los desfavorecidos y estar a su lado. Porque los encuentro constantemente, no hace falta desplazarse, y yo me identifico y los cuido si es posible, con una mirada, una palabra o con una comida que comparto.

“A los diez años, redactando un trabajo escolar sobre la Navidad, descubrí que yo era de verdad en la palabra escrita”

La apertura es clave en su mirada. En el caserío-paraíso de su Lesaka natal pronto tuvo claro que había muchos mundos más allá.

Totalmente. Me opongo a todo lo que sea eclesiástico. No soporto los dogmas, no soporto las tribus. Me opongo mediante la palabra, no rompo nada, pero no soporto eso. Yo creo que hay tantas posibilidades, tantos matices, tantas voces diferentes, tantos hábitos diferentes, que renunciar a eso para estar ebrio en la contemplación del ombligo me produce tristeza. La vida es demasiado breve como para permitirte ese lujo de segar todo lo que tienes más allá de tu frontera pequeñita. Siempre he tenido esa apertura, pero desde la adolescencia sobre todo, porque siempre busqué en la música extranjera, la literatura hecha en otros países, etcétera. Esto no quiere decir que no sea valioso lo que ocurre en tu casa, pero renunciar a la ventana, eso me parece triste.

Además, al final a todas las personas nos unen las mismas preocupaciones y los mismos anhelos. El dolor, la enfermedad, la muerte, la angustia existencial, el amor, la pasión, el deseo...

Totalmente. Milagrosamente es así.

¿Ha dado por concluida su labor creativa en la poesía, como se anuncia en el prólogo de ‘Los descalzos’?

No voy a escribir más poemas, eso lo tengo claro. Porque somos pequeños, efímeros, defectuosos, pero yo me he visto deslizándome hacia la repetición, y eso para mí es una forma de muerte. No quiero repetirme. Inevitablemente te repites, pero si eres consciente paras la repetición, porque la considero un fracaso. Siento cierto alivio de no participar en la trampa de repetirme. Y esto no quiere decir que no vaya a escribir, pero no voy a escribir más poesía. Escribiré algo híbrido que me sale de manera natural, pero la poesía la dejo ya terminada. La poesía escrita. Porque no renuncio a la poesía en absoluto; no la considero encarcelada en un libro, y menos aún en unos versos, esa me parece una visión muy triste y limitada de la poesía. Yo la encuentro a cada paso. Desde el principio me interesa la poesía aplicada.

“El poeta mira con intensidad y sensibilidad, y vive observando a los demás, si es posible de una manera benévola, comprendiendo”

¿Dónde la encuentra?

Constantemente. En cualquier gesto íntimo, es cuestión de la intensidad. En el hecho de escuchar una canción, de conversar con alguien, de preparar un plato, me encanta cocinar... Y es que vamos pisando milagros. Tú sales de casa y tienes la poesía plena en cada rincón que te aguarda, dispuesta a asaltarte. Hace falta que tú estés disponible, nada más.

Aunque esa disponibilidad la dificulta la aceleración en la que vivimos inmersos, y que no nos facilita el detenimiento, la contemplación, la calma, mirar y mirarnos.

Todas las actividades te llevan a veces a no ver cosas muy importantes, esenciales, y vives un poco mareado por la urgencia de las cosas y el ruido. Y, bueno, eres pequeñito, no eres superior a nadie, pero resérvate tu espacio de ver las cosas de otra manera, porque están ocurriendo. Paralelamente al ruido hay otro mundo. Y yo eso lo cuido siempre. Lo cuido con el vecindario, con el transeúnte desconocido; por ejemplo, voy a hacer la compra y me impongo diariamente que cuando me cruzo con alguien que no tiene ninguna intención de decirme buenos días y que no me conoce, le digo buenos días, y automáticamente me responde, ocurre eso que es favorable. Nadie se permite el lujo de no responderte. Pero tú tienes que dar el primer paso. ¿Por qué tiene que ser siempre el otro? A mí eso siempre me ha parecido de una pereza... es una forma de elegir la pobreza en las relaciones. Entonces yo doy el primer paso y digo: buenos días.

Se define en uno de sus poemas como un “pequeño coleccionista de asombros”.

Siempre lo he sido. Y no envejece. Siempre hay una nueva muchedumbre de asombros que me espera, y es por esa manera de mirar las cosas y de vivir. Sí, siempre he sido eso. Pero observa que digo pequeño, porque conviene la humildad.

Lesaka, Pamplona, Fez, Benarés, y sobre todo, París... Los lugares en los que ha escrito han conformado también sus poemas.

Hubiera sido imposible la mitad de este libro sin París. Mi llegada a París hace 30 años y dos meses, en septiembre del 93, supuso la apertura a un paisaje extremadamente rico de culturas diferentes, de situaciones muy variadas... Yo fui a París por primera vez cuando tenía 26 años, y dije: este es mi sitio. Porque sentí que incluso lo más extravagante era normal. Solo podías llamar la atención si decidías ser vulgar, porque era tal la fiesta de colores y de personalidades diferentes... Pero claro, automáticamente sentí que vivir ahí no me correspondía. Resulta que varios años más tarde conocí a una parisina que me llevó a París, y el entusiasmo primero no ha envejecido, lo mantengo tan vivo como al principio. No es mérito mío, más bien de la ciudad, que si tienes los ojos abiertos te ofrece todo eso. París me ha regalado muchísimos poemas. Yo no conozco la experiencia de ir al metro, y lo hago con frecuencia, y no volver a casa con un poema posible, algún personaje, alguna situación... La ciudad te regala muchos poemas.

Y eso que París, como todas las ciudades, habrá cambiado...

Tienen los viejos escritores españoles la imagen de un París donde en el metro la gente va leyendo La montaña mágica de Thomas Mann. No es verdad. Ahora hay una muchedumbre de gente consultando el móvil. No lo puedo condenar, porque seguramente hay diferentes usos. Recuerdo que mi esposa me dijo una vez que alguien le había hecho el reproche, en el metro precisamente, porque estaba consultando su teléfono. Y mi esposa le respondió: ¿Y usted qué sabe si me estoy comunicando con mi amor? A lo mejor estoy viviendo lo más profundo. Pero bueno, simplemente me quedo sorprendido. A veces estoy en el metro y cuento a ver cuánta gente hay que no esté consultando el teléfono. Los dedos de una mano de ebanista que ha tenido accidentes múltiples me sirven y me sobran para contar los que no están.

EL LIBRO

  • Título. Los descalzos. Poesía completa (1976-2023).
  • Editorial. Hiperión.
  • Prólogo. Fernando Aramburu.
  • Páginas. 480.
  • Precio. 26 euros.
  • El autor. Francisco Javier Irazoki (Lesaka, 1954) fue periodista musical en Madrid. Formó parte de CLOC, grupo de escritores surrealistas. Desde 1993 reside en París, donde ha cursado estudios musicales y se dedica a la escritura. Su trabajo anterior a Los descalzos es el libro de poemas en prosa El contador de gotas (Hiperión, 2019). Actualmente es crítico de poesía de El Cultural de El Mundo.
  • Estructura y agradecimientos. El libro comprende diez grandes apartados: Árgoma (1976-1980), Desiertos para Hades (1982-1988), La miniatura infinita (1989-1990), Retrato de un hilo (1991-1998), La nota rota (2007), Orquesta de desaparecidos (2007-2014), Un poema suelto (2011), Ciento noventa espejos (2016), El contador de gotas (2016-2019) y Música incinerada (2019-2023). Cada capítulo y muchos de los poemas están dedicados a gente importante para Irazoki: "No nos relacionamos en vano, y hay que agradecer a quien te ha aportado algo valioso", dice el poeta.