Lo irrevocable de las fechas y estos retornos escalonados a todo lo que precedía al verano ya han hecho estallar la burbuja. Pero hoy trataremos de mantener el nivel de serotonina. Cosas que me llevo de estas semanas acuáticas y silvestres. La mano izquierda de mi hijo sumergiéndose rítmicamente en el azul de la piscina como si se agarrase a una rama para avanzar en cada brazada y así pasar de hacerse dos a veinte largos este lunes a la una y media, de repente, como crecen los niños. Esa tensión muscular en brazos y muslos tan energética que genera lanzarse a las olas del norte, nadar con ellas y contra ellas y levantarte cuando te derriban, en secuencia, sin parar. No hay tabla de ejercicios, aplicación ni monitor que consiga algo parecido con la mitad de placer. Dormir a cielo descubierto, el viento entre las hojas, el silencio, los pájaros de las seis y cuarto de la mañana y después girar a un lado y envolvernos en otra capa de silencio. Todos los dorados, ocres, amarillos cálidos y al anochecer, fríos, que arranca el sol a los campos de trigo ya cosechado, los pinchazos de los tallos secos en el hueso del tobillo, la mosca satélite que rota en torno al planeta de tu cabeza. Como las que llevaba sujetas con hilos transparentes un personaje irrepetible de aquella Delikatessen de Jeunet y Caro. Las carcajadas de mi madre cuando conseguimos que reviente su géiser. Vestirnos con la pureza del blanco, que sabe que deslumbra más por lo poco que dura, abrazar el ritual pagano del rojo de labios, y coger del hombro, de la cintura y de la mano a amigas, a amigos, copas de vino y de cerveza, vasos con icebergs de hielo seco, rodajas de limón y líquidos transparentes. Ponernos al día, desvariar, dinamitar uno a uno todos los estratos de la adultez responsable y cuidadora y volver un rato a los 16. Aunque corras te vamos a atrapar y te vamos a alargar, verano.