SI no lo han visto todavía, merece la pena que traten de encontrar el vídeo protagonizado por una enfermera gaditana contratada por el hospital Vall d’Hebron de Barcelona. En su lugar de trabajo y con el uniforme reglamentario, la individua echó sapos y culebras sobre uno de los requisitos de la oposición de su especialidad lanzada por el Departament de Salut de Catalunya. “¡Exigen el puto C1 de catalán!”, se desgañitaba entre aspavientos la sanitaria, mientras esgrimía un ejemplar de las bases de la oferta pública de empleo. Con lo que no contaba la mengana era con que una de las dos compañeras que se había procurado como atrezzo le iba a descuajeringar sus minutos de gloria catalanofóbica. Se trataba, en concreto, y me hace muy feliz subrayarlo, de una enfermera donostiarra que se arrancó a hablar catalán y que animó a aprenderlo a cualquiera que quisiera presentarse a la convocatoria.

Además de arruinar el vídeo rancio de la chiquilicuatre, nuestra paisana fue portadora de un mensaje pleno de tolerancia y empatía. Manda muchas narices que haya quien cuestione el derecho a recibir atención sanitaria –o cualquier otra– en la lengua propia. Lo triste es que algo tan básico resulte revolucionario, cuando no dejamos de ver que partidos políticos, sindicatos y tribunales de Justicia de varios niveles ya no disimulan y promueven abiertamente una cruzada contra el requisito de solicitar el conocimiento del idioma autóctono a personal en nómina de la Administración que debe dar servicio a ciudadanas y ciudadanos que se sienten más cómodos expresándose en catalán, gallego o, como es nuestro caso, euskera.