omparto con A un tranquilo pero estimulante interés por las plantas. Nos gusta identificarlas conforme nos las vamos encontrando por ahí y cuidar las de casa. Es una actividad con su componente genealógico y emocional. La tradescantia viene de la abuela E, la begonia acetosa de la tía M y el árbol de jade de la tía J. No queremos perderlas de vista. Mantenerlas, conocer las condiciones para que proliferen y contemplar su crecimiento es un ejercicio de disfrute estético y vital, un paralelismo generacional entre humanas y vegetales. Es reconfortante sentir que formas parte de un todo que te incluye y te supera. Bueno, a mí me pasa.

Estas navidades A me ha regalado dos libros, Sensibilidad e inteligencia en el mundo vegetal, de Stéfano Mancuso y Alessandra Viola, y Una flor en el asfalto, de Raquel Aparicio y Eduardo Barba. El primero es un ejemplo de divulgación científica, una de esas lecturas atractivas que provocan que una calibre la magnitud de su desconocimiento y este, lejos de desanimar, estimule el pasmo y la admiración ante lo tratado, en este caso la complejidad y acierto de los mecanismos desarrollados por las plantas. La investigación ha llevado a Mancuso a hablar de inteligencia vegetal, que supone conciencia del entorno y de sí, comunicación y capacidad de resolución de problemas.

El segundo tiene como subtítulo La vida de las hierbas urbanas contada por ellas mismas. Alterna textos e ilustraciones sobre cincuenta especies que crecen en muros, bordillos y descampados casi siempre etiquetadas como malas hierbas, tanto que algunos de sus nombres como bledo, pamplinas, cenizo o mastuerzo remiten a algo menor o no deseable a pesar de la relevancia de su supervivencia. Otros como ombligo de Venus, aleluya o maravilla apuntan a la belleza de lo desapercibido. Dos libros recomendables.