oy en la villavesa y hago un trayecto de apenas ocho, nueve minutos, no hay semáforos y el tráfico es ligero. En la parada de la rotonda sube una mujer con sombrero, gafas de sol y la preceptiva mascarilla, una incógnita total. Si añado que lleva un carro de la compra y es festivo por la tarde, las especulaciones pueden dispararse. ¿Va o vuelve? Junto a ella, un chico y una chica con ropa deportiva que van de merienda. Él lleva una bolsa que no deja adivinar el contenido y ella sujeta un plato con una tarta casera o una tortilla.

Tras ellos sube una familia, los padres y dos parejas jóvenes. Van de boda. Ellas de largo, ellos con traje, uno, el más joven, con pajarita. Saludan a una conocida que pondera su imagen. Tienen ese aire de excepcionalidad de quien se viste para la ocasión. La chica de verde sujeta una cartera dorada entre el brazo y el pecho. De repente, como si estuviera haciendo algo mal, la coge con la mano y deja caer el brazo. Entiendo el gesto, la vestimenta, luego look y ahora outfit elegido pide actitud, disposición para posar y hay que ir ensayada para las fotos.

En la parada siguiente, se monta una joven con velo y larga túnica negra con un niño pequeño y un hombre mayor con bermudas y sonrío. En casa hay un debate sobre el uso de esta prenda a partir de cierta edad en el espacio público que, como tantos, está muy polarizado y encalla entre la defensa de la libertad a ultranza y la prohibición. Las posiciones de consenso tienen poco predicamento.

Somos el pasaje adecuado para una película coral, un grupo heterogéneo con diferentes objetivos que ha de enfrentar una situación complicada. Como la vida misma.