No tengo ni idea de fútbol. No soy capaz de recordar el nombre de ningún jugador de los equipos de LaLiga o la Selección. No he entendido nunca cuándo un partido es bueno o malo. No alcanzo a comprender el sentido del juego. Aunque, por supuesto, no tengo nada que objetar a que haya tanta afición a este deporte, mis respetos y reconocimiento a quienes tanto entienden de ello, a quienes lo disfrutan y depositan su ilusión en el recorrido del balón. Tampoco tengo claro si la Real Federación Española de Fútbol (RFEF) es un ente de derecho público o privado. Se diría que es una organización autónoma, que elige a sus dirigentes libremente y elabora todas sus reglas al margen de los principios que están establecidos para la administración. Pero, al mismo tiempo, es la única con capacidad para formalizar la representación de España en, por ejemplo, un campeonato mundial. No sería posible que se organizaran federaciones alternativas y que pugnaran entre ellas por ser las que seleccionaran a los jugadores, contrataran al entrenador o mandaran la escuadra a competir. Por tanto, parece evidente que la RFEF adquiere algún tipo de responsabilidad general y pública por el privilegio que tiene concedido. Está sometida a escrutinio legítimo y, supongo yo, ha de rendir algún tipo de cuentas, deportivas y sobre el modo en que se gestiona. Llevamos tiempo comprobando que su actuación no es precisamente edificante. Tiene un presidente (sus compadres le llama “presi” o “Rubi”, legalmente atiende por Luis Rubiales) que organizó tratos comerciales con un jugador en ejercicio y empresario en el negocio deportivo, Gerard Piqué, consistentes en pegar lo que ellos llamaban “palos” para llevar la Supercopa de España a Arabia Saudí y lucrarse con el acuerdo. Los audios de esas conversaciones se conocieron porque al parecer los filtró el propio tío de Rubiales, que en su momento fue nepóticamente contratado por la Federación pero acabaron largándolo. Cuando el mandatario no tuvo más remedio que salir a dar explicaciones, montó una rueda de prensa estrafalaria en la que dijo cosas como que temía que le metieran “cocaína en el maletero”, que él era “de Motril” y que “mi hermana me partió las piernas”. Ha seguido la serie de filtraciones y se ha conocido que gracias al dinero saudí que mercó al alimón con Piqué, aumentó su sueldo hasta los 29.000 euros mensuales libres de impuestos, y que en diciembre del 2020 (año de la pandemia, cuando apenas hubo competición) cobró una extra de 237.000 euros. Insaciable, informes de intervención constatan que también devengaba una ayuda para vivienda de unos 3.100 euros mensuales, a pesar de no cumplir los requisitos. Lo último ha sido saberse que varios directivos federativos pasaron con Rubiales un fin de semana de verano en un chalet de Salobreña con piscina y vistas al mar, la llamada “Costa Tropical de Granada”, alquiler que cargaron inicialmente a la Federación y donde se dedicaron, que sepamos, a frecuentar marisquerías de la zona y a compartir fiesta con unas diez jóvenes a las que llevaron con ellos como invitadas de ocasión. Parte de toda esta mierda la está investigando una instrucción judicial, con la habitual lentitud y parsimonia procedimental que no augura ni el conocimiento exacto de lo que pasó ni que finalmente puedan imputarse responsabilidades. Si pasamos al ámbito deportivo, del que apenas me atrevo a decir nada, lo que parece contratado es que el primer equipo masculino está de vuelta de Catar tras demostrar vulgaridad y carencia de capacidades, y que el primer equipo femenino anda metido en un proceso de descomposición aderezado con componentes sórdidos. Uno de los que llama “presi” a Rubiales es Luis Enrique, hasta esta semana entrenador de la Selección, un tipo pasado de vueltas, pagado de sí mismo, pendiente exclusivamente de su capacidad de soltar boutades, que dice que los jugadores han hecho justa y precisamente lo que él quería que hicieran. Por eso, me permito añadir, han perpetrado el ridículo.

Todo es como una inmensa broma pestilente. Los de los despachos, en la burda ejecutoria de los mangantes. Los del césped, dispensando a la peña la mejor representación de la decadencia. Todo es asqueroso, sí, pero todo está siendo contemplado por afición y ciudadanía como si fuera el “business as usual” y sin que parezca existir un mecanismo que permita la corrección, la purga, el saneamiento. El fútbol, como perfecta metáfora de la vida. Especialmente en este país.