Uno de los recuerdos que conservo del periodo de confinamiento no tiene como escenario las cuatro paredes de casa sino una carretera. Sucedió cuando la circulación de vehículos, por las restricciones, estaba bajo mínimos. Estaba realizando un adelantamiento y de la nada apareció por detrás un coche a toda pastilla y dando las luces reclamando paso. Le debió parecer al piloto que me demoraba más de la cuenta en echarme a la derecha, me rebasó como un relámpago y unos doscientos metros más allá tomó una salida y detuvo el automóvil. Cuando pasé a su altura, la conductora me regaló a cobijo de la ventanilla una peineta (puño cerrado, dedo corazón señalando al cielo) con un gesto hosco que no acerté a resolver si era artificial o el natural de una persona amargada. “Pues no vamos a salir mejores de todo esto…”, me dije retomando la sentencia tan manida en esos días. Era aquella un peineta opaca, acelerada, frustrada, impotente, soberbia y fuera de plazo. La peineta es o no es; quiero decir, no vale trazarla con disimulo como ha hecho Mañueco o en su día Juan Carlos I. Como afrenta que se pretende infligir, la peineta hay que plantarla ante la cara, como una bofetada plástica y muda. Que sea bien visible por el aludido. A escondidas, camuflada o en la distancia el gesto pierde tanto efecto como valor quien lo ejecuta. Porque para ofender también hay que tener clase.