Las campañas electorales son caras y sirven de poco. Hay dos niveles en este proceso: los partidos y los candidatos. Las siglas apuestan por la televisión para la notoriedad, la prensa y la radio para los mensajes y las redes para la guerra de guerrillas. Los candidatos prefieren el contacto personal, convencer a vecinos, amigos y compañeros, humanizar la política; pero las marcas neutralizan las iniciativas particulares porque no se fían de la singularidad de los elegibles y de ahí que éstos parezcan clonados a imagen de sus partidos. Debería haber tantas campañas como ciudadanos en las listas. Es la anomalía de nuestra democracia, nada versátil: la protocolización del aspirante con el oprobioso Manual del Candidato, que todavía existe.

Así que nadie espere una campaña innovadora. Habrá frivolidad y crispación, llegarán los mesías. Se dirán falsedades como que ahora los votos se deciden en el espacio digital y no en la tele, que los debates organizados por las cadenas son imprescindibles y que las encuestas iluminan a los indecisos. El mal proviene del supremacismo de la derecha que se siente superior y de la izquierda que se cree mejor. La unanimidad se producirá en el miedo a la abstención, pues todos piensan que los suyos son los que más dejan de votar por pereza, el sol o la lluvia del domingo. Quiero que se fijen en los llamados candidatos de relleno, esas mujeres y hombres a quienes los sufragios no les alcanzarán para un puesto, pero con el orgullo de ser vecinos comprometidos. Honor para ellos que no saldrán en la tele, salvo de pasada o como fondo de cartel. Creemos ser una democracia acomodada, pero somos un sistema de penurias, mal informado y retorcido por la intransigencia. Ayuso y su brujo Rodríguez, rancios chulapos, y los candidatos que fueron de ETA son sus excreciones.