Llegó el verano, un tiempo que antes maceraba el cuerpo de los obreros en camiseta y que ahora llenan las terrazas surtidas de cervezas y calamares a la romana. Es verano, un tiempo secuestrado por el sol, las siestas, las paellas en chanclas, cielos llenos de prodigios y noches de resaca con la gloria meciéndose sobre nuestras cabezas.

Durante estos días, si paseas por los alrededores de esta ciudad, ya preparada como cada año para el sacrificio de la desmesura, podrás percibir que se ha vuelto hostil y escurridiza. Como si viviera los días con descaro. No obstante, aún quedan algunas huertas de toda la vida donde comienzan a crecer tomates de un rojo intenso, como el corazón de algunos asesinos. Hoy mismo, la luna entra en Cuarto creciente moviéndose hacia el Este y alejándose del sol. Quedan 28 días justos, los del nuevo ciclo lunar, para volver a las urnas. Quizás tan cansados, que antes nos pasemos por cualquier chiringuito y empecemos la mañana con un “camarero, lo de siempre”. Es verano sí y pese a la ciénaga diaria, el vocerío y el miedo a una larga travesía gangrenada por el desierto, en el pecho de muchos adolescentes se está produciendo una gran descarga de endorfinas. Y eso les exonerará de cualquier contaminación mientras dure el apareamiento recién descubierto.

Es tiempo también de vaquillas, santos y patronas, cosas que viajan en una peana cargada de contradicciones que resolveremos mintiendo con toda sinceridad. Y es tiempo de fiestas. Aunque Juan Tallón dice que nunca hay que despreciar a los que sostienen que no estamos para verbenas. Quizás sea de esos. Porque una sociedad necesita gente que le eche agua al vino; para rebajar la euforia.

Pero también es verano para quienes el tiempo transcurre como una asfixia extraña. Gente que vive secuestrada por los deseos de otros, que sobrevive agónica, rodeada de un silencio cancerígeno, sin afectos, ni paz.