Si el mal existe es porque es consentido. Pero aun así, me pregunto si en el hipocampo de Netanyahu, ese lugar del cerebro donde se aloja la memoria, siguen almacenados los gritos de los campos de concentración. De esos millones de judíos asesinados que son sus antepasados. Y si hoy, en las cabezas de los judíos fascistas que piden una “segunda Nakba”, esa memoria sigue viva o son solo jirones de estrellas estrelladas. Si todo ese recuerdo les escuece aún. O tintinea como una agonía extinguida en el limbo. Incluso me pregunto, si esta carnicería está bendecida por el Yahveh de la Torá mientras en las sinagogas se entonan salmos de paz. Si en Jerusalén, en Tel Aviv o en Ascalón ya no queda nadie bendecido por la conciencia, la compasión, la piedad o la justicia.

Dice Rodrigo Fresan que “no hay nada más atroz que la idea de que los muertos vuelvan y estén muertos”. Y ya no digan nada, y callen sin sentir el miedo, ni la oscuridad de esta luz, ni el dolor propio, ni el ajeno, ni siquiera recuerden su último segundo, donde todo dejó de ser.

Me pregunto si esas almas errantes, como esqueletos colgados de un retal negro de la historia, no son suficientes para remover la apatía internacional o las tripas fermentadas de los gobernantes de Israel. O en qué gastan el tiempo, el FMI, la ONU, el Consejo de Europa, la OTAN o el Banco Mundial. Lo sé, no importa tanto que se haga justicia como que se resuelva el enigma.

Y me pregunto cuantos niñas y niños palestinos muertos estamos dispuestos a soportar en cada telediario. Ante esta barbarie, el abogado israelí Michael Sfard, ha dicho que: “la corrupción moral no es menos peligrosa para nuestra supervivencia que Hamás”.

Me pregunto. Pero al final solo me preocupa quién pondrá flores a esos miles de palestinos muertos. Para recordarlos y no caer en el abismo moral.

Y sí, también condeno los crímenes de Hamás.