En casa ya no estamos en edad de hacer la fiesta esa de anunciar el sexo del bebé, que es una de las últimas demostraciones de que nos vamos a extinguir como especie sin grandes ayudas externas, así que, para tener algo que celebrar un poco fuera de lo normal, en los últimos años montamos un festejo el día que encendemos la calefacción. Invitamos a los vecinos, familia y vecindario, a los que proveemos de mantas cuando entran en casa por si notan más frío en casa que en la calle, que a veces pasa, y luego procedemos a la ceremonia. Yo, primero, con una moneda de 10 céntimos, purgo los radiadores para que no queden burbujas de agua en los circuitos y luego ya mi rival se acerca al termostato y lo descubre, ante el ¡Oh! emocionado del respetable, y procede a subir la temperatura uno o dos grados por encima de la que en ese momento hace en el cuarto de estar, mientras todos oímos con sumo deleite cómo suena el clic de que ha saltado la entrada de gas del calentador y que comienza el derroche que ya no te abandonará hasta más o menos marzo o incluso abril. Mientras la caldera va haciendo su trabajo y los radiadores comienzan a expulsar calor y las salas se van templando, los invitados se nos zampan los canapés y alguno que otro se hace el longuis y nos birla un par de mantas que tenemos para los sofás, porque ellos, te cuenta, se han jurado a sí mismos que así se congelen las Canarias este año hasta mediados de noviembre no van a dar el paso. Nosotros, este año, no hemos podido, nos ha vencido la meteorología. Creo que ha tenido que ver el hecho de haber tenido una primera quincena de octubre casi de verano, que ahora ha llegado el medio frío y nos ha pillado de improviso. De cualquier modo, el gas ya fluye por la casa y mientras se van yendo las visitas, algunas quejosas por no haber subido más grados, otras al contrario, somos conscientes de la suerte que tenemos.