Lo peor de las guerras es que te acostumbres a ellas. A la alta velocidad de su esquizofrenia. Algo de esto sentí al coger móvil. De pronto se abrieron varias de ventanas que mostraban publicidad, el precio de un audífono, un chocolate que arrasa y no engorda, un crecepelo instantáneo. Sigo jugando con el dedo sobre la pantalla y, como si formara parte del mismo entretenimiento, aparecen fotos del bombardeo de Gaza y varios muertos recostados sobre la rueda de una ambulancia y un padre con su hija en brazos envuelta en sangre y ceniza y un abuelo besando la frente de su nieto muerto y dos mujeres heridas sosteniendo a sus hijas inertes y edificios agujereados como un queso gruyere y coches reventados con gente cristalizada dentro y animales vacíos y el olor a acetona, que es a lo que huele tanta muerte.

Y me paro. Y me pregunto por qué estoy viendo esas imágenes convertidas en consumo de muerte y dolor ajeno, homogeneizadas, serializadas mediante emoticonos para interactuar con ellas, me gusta, me horroriza. Subo el dedo hacia arriba y vuelvo a los anuncios y noto que la realidad se ha nivelado pues el chocolate se ha mezclado con la sangre. Me digo hasta qué punto ha llegado nuestra abyección moral y nuestra insensibilidad si tratamos o consumimos del mismo modo un vídeo de gatos estúpidos y el infanticidio en masa de Gaza.

Susan Sontang reflexionó sobre esto en el ensayo: Ante el dolor de los demás.

Decía que si nos situamos como espectadores y consideramos el sufrimiento ajeno como un espectáculo, al final puede que no lo consideremos real. Que saturados de imágenes crueles puede que estemos perdiendo capacidad reactiva. Lo que no evita que sintamos compasión hacia las víctimas. Pero la compasión aséptica es una virtud inestable. Necesita traducirse en acciones o se marchita.

No sé si vamos hacia ese abismo moral. Pero me pregunto qué pasara si nos acostumbramos.