En medio del desayuno, las noticias sobre Gaza te van bajando los párpados a cámara lenta. Y sientes como si la raza humana se hubiera tatuado la hoja de un cuchillo en el rostro. Luego miras en los posos del café, por si allí hubiera alguna respuesta, pero solo se dibujan plegarias que nadie escucha. Van 30.000 asesinatos. O más. Quién sabe.

Me dice Altube que el otro día oyó la historia de un joven gazatí al que no le quedaban más ganas de vivir muerto. No buscaba el suicidio, sino una liberación pues allí no hay sitio entre tanta muerte. Como si esa violencia ejercida contra los cuerpos palestinos solo pudiera ser respondida con una estricta política de autodebilitamiento y autodestrucción. Eso me recordó una frase de Rodrigo Fresán que decía que en un naufragio en alta mar el saber nadar es aquello que no conseguirá otra cosa que postergar una muerte segura. Quizá por eso, por saber nadar, miles de palestinos soportan el hambre, la sed, el hacinamiento, las amputaciones, el olor de la sangre, el terror y las bombas. Y por eso, su muerte segura se postergará un poco más ante la indiferencia mundial.

Esto a su vez me llevó a pensar en los miles de africanos sometidos a condiciones infrahumanas durante el tráfico de esclavos entre los siglos XVII y XVIII. Y cómo muchos respondieron a esa esclavitud convirtiéndose en inservibles. Deshaciéndose de su cuerpo para evitar ser torturado y troceado por el sistema esclavista. Haciendo de su cuerpo un centro de resistencia y buscando líneas de fuga a través de los suicidios en masa.

Aquella violencia respondía a una sobrexplotación económica de los cuerpos sin límite. En Gaza responde a un exterminio controlado de los cuerpos palestinos. Como así se justifica en Deuteronomio 7: 1.6

En ambos casos, esta violencia extrema nos recuerda que volvemos a estar ante las peores horas de la humanidad. Pero no pasa nada.