Murió el otro día Andreas Brehme, legendario lateral izquierdo alemán y autor del gol de la final del Mundial de 1990 en la que Alemania batió a Argentina de penalti por 1-0 en el minuto 85. Brehme, que era zurdo, lanzaba los penaltis con la derecha y así lo hizo frente al arquero Goycoechea, ante la atenta mirada del árbitro Codesal. Odié a Codesal, a Brehme y a Voller durante varios años. A Codesal por pitar un penalti que no fue, a Brehme por marcarlo y a Voller por fingir una caída.

Huelga decir que yo iba con Argentina, vapuleado por lesiones y un Maradona renqueante, inferior a Alemania, pero que pese a todo se había plantado en la final con buenas dosis de oficio y fortuna. Años más tarde, 16 años más tarde exactamente, dejé de odiar a Brehme. Y lo hice por la sencilla razón de que hizo lo que pocos deportistas hacen ni en sus carreras ni tampoco después: reconocer que algo les ha favorecido.

“El penalti que marqué yo no era tal penalti”, declaró el lateral. Bueno, eso fue algo que en vivo lo veía un tuerto –salvo Codesal–, pero pareciera como si el mundo le debiera una a Alemania tras haber perdido las finales del 82 y del 86, esta última precisamente ante la Argentina del entonces imperial Maradona. En 2006, Brehme, en cambio, fue capaz de reconocer una verdad casi empírica, jugadas que en cada uno de los países afectados son hitos históricos que se celebran si no tienen mancha y que no se tocan si la tienen.

Brehme la tocó, pese a que también dijera que antes de esa jugada hubo un penalti a Alemania que Codesal no pitó. Nunca es completa la alegría, pero al menos la jugada gorda, la que pasó a la historia, la reconoció. Esto, ya digo, ha pasado muy pocas veces en la historia del deporte, que está repleto de jugadas decisivas confusas o de actuaciones arbitrales cuando menos muy discutidas. Brehme ha muerto y se lamenta, claro. Se va con la conciencia tranquila.