En tiempos de engaño universal, decir la verdad es un acto revolucionario. (George Orwell)

Es primavera, y, tras pasar el invierno en otras latitudes, las aves migratorias emprenden libremente su viaje a Europa, donde la naturaleza condice con ellas y se afana en proporcionar los recursos que precisan para su vida y sustento. Se levantan frescas las mañanas, y las primeras golondrinas vuelven a regalarnos la belleza de sus veloces pasadas. Nos visitarán cigüeñas, cucos, vencejos y abejarucos, entre otras muchas especies, que se quedarán con nosotros hasta las avanzadas tardes del estío; tardes que mueren lentas sobre campos color de oro. En las migraciones humanas, las adversidades seguirán repartiéndose con la constancia de una lluvia mansa y persistente.

El bullidor y silencioso gusano de la superioridad moral se apodera de las políticas de Occidente, trasluciendo que la solidaridad, lejos de ser ciega, tiene claras preferencias discriminatorias. El extraordinario egocentrismo que padecemos impide a Europa mirar de frente el drama de los seres que en el tránsito de migrantes a inmigrantes, tras una trágica singladura, sucumben y pierden la vida en el Mediterráneo. Seres anhelantes de encontrar sus derechos humanos en países que, mostrando su atractivo manto democrático, les hacían soñar con encontrar una vida mejor. Migrantes y refugiados nos interpelan viéndose objetos de la cultura del descarte. No hemos desarrollado una solidaridad permanente en nuestras vidas, solidaridad zancadilleada por un cierto populismo xenófobo que nos ciega ante la realidad de un mundo convulso. El inmenso dominio que tienen sobre nosotros nuestros más íntimos prejuicios hace que estos generen un fárrago de ideas y disparates que desbaratan la integridad moral. El sentimiento de superioridad, camuflado en el discurso de lo políticamente correcto, oculta que Occidente se arroga una superior capacidad de discernimiento entre el bien y el mal, y nos muestra cómo el poder económico genera un falso concepto de buena conciencia. Convertimos la ayuda en placer que alimenta nuestro ego, cuando la ayuda ha de constituirse en obligación moral de toda sociedad sana. Damos paso a las soluciones del liberalismo a través de la caridad emocional, soluciones que debieran darse mediante políticas humanas y colectivas que terminen con estas beligerancias de sangre y poder económico. La migración está creciendo en un mundo globalizado que precisa el desarrollo de políticas migratorias humanas y bien gestionadas, con claro reparto de las responsabilidades, logrando una contribución positiva al desarrollo de las sociedades. Dudosos compiladores de los hechos tergiversan la Historia y banalizan las libertades de los migrantes, esas criaturas dolientes que llevan la anonimia en la sangre. La compasión ha de dar paso al compromiso, ante un mundo insolidario en el que las tragedias de las crisis humanas y políticas siguen asolando la dignidad de nuestra especie. Son gravísimos los problemas de nuestro planeta, cansado de rodar a espaldas de las acciones de los hombres y acosado por la pobreza, falta de alimentos, escasez de agua, cambio climático, guerras, violencia contra las mujeres y los niños, explotación sexual y carencia de los derechos internacionales que demanda la justicia natural. Todo ello sigue estando presente en nuestros días; he aquí la dura realidad: tras tantos siglos de cultura y filosofía empírica, el espinoso matorral del entendimiento humano sigue dando sus venenosos frutos, mientras la paz y la armonía se escapan ululando como un perro por los tristes callejones de la existencia, en los que reina un nimbo siniestro. La ufana soledad del pensamiento en barbecho no impide sentir una dolorosa hiel amarga en la conciencia. Pese a nuestro escepticismo volteriano seguimos buscando el hilo de Ariadna que conduce al centro del laberinto en el que nos encontramos. Escribió Dante Alighieri: “los lugares más oscuros del infierno están reservados para aquellos que se mantienen neutrales en tiempos de crisis moral”.

Occidente continúa considerándose el centro del universo; una y otra vez repite sus errores y una y otra vez debemos luchar por abolirlos en esta confusa turbamulta en la que vivimos acostumbrados al hábito de las decepciones, entre las que se encuentra nuestra política de ceguera monclovita, tan beligerante como estridente, con opiniones calientes como la lava que arrasan el entendimiento, afanándose en conjuntar los votos libérrimos de la ciudadanía en unos comicios que, según costumbre, se están trocando en ofrecernos el triste espectáculo de la conocida rencilla de subastadores del país, cuya nube tóxica flota en el aire lírico del domingo. La reciente y esperpéntica moción de censura corrobora el tedio de una política carente de ideas, proyectos y diálogo, con un presidente, maestro del sofisma, que no se cansa de sí mismo ni de sus visiones de estadista, arropadas por la tupida manta de la solemnidad y las técnicas propias de la ocultación del calamar, dejando, involuntariamente, espacio suficiente a la derecha, a la que brinda oportunismo y oportunidad. Cuando la política transforma la lucha contra la corrupción en elemento decorativo se produce la decadencia. La corrupción engendra corrupción, y es una enfermedad hereditaria y autoinmune incapaz de reconocer ideologías ni fronteras; está omnipresente, generación tras generación, y solo se puede luchar contra ella en clave de democracia depurada, impidiendo el debilitamiento institucional. La ignorancia, abandono o desacato de los derechos humanos son la causa de las calamidades públicas y las del fomento de la corrupción. Acertadamente decía Simon Wiesenthal que “los derechos humanos constituyen la única ideología que merece sobrevivir”. El peligro de la desilusión y el desencanto con las democracias es caldo de cultivo para el resurgimiento de candidaturas mesiánicas de populismos demagogos que terminan favoreciendo la impunidad. La fe ciega en el progreso y el desarrollo logra una negativa colectiva a ver la realidad de un planeta dañado. Surge la responsabilidad de examinar cómo las sociedades han provocado tal deterioro, que se une al agotamiento de los recursos naturales. Hay lentitud y tibieza en las reacciones de los dirigentes políticos, carencia de audacia y laxos esfuerzos en lo que puede ser un callejón sin salida, donde todos se exoneran mientras se busca a los culpables. Urge poner al trasluz nuestra ética e integridad moral para ser dignos ocupantes de nuestro planeta. Decía Julio Cortázar que “nada está perdido si se tiene por fin el valor de proclamar que todo está perdido y que hay que empezar de nuevo”.