Aunque los filósofos afirman que la política debe estar presidida por la ética, lo cierto es que la historia muestra que la ética resulta casi incompatible con la práctica política, pues las frecuentes situaciones dilemáticas a las que se enfrenta suponen que la moral sea una rémora que dificulta la toma de decisiones. Siempre se ha dicho que el fin no justifica los medios, pero en la práctica se han utilizado medios moralmente reprochables con objeto de lograr determinados fines considerados necesarios. Y es que vivimos en una era, la posmodernidad, en la que la bondad o maldad de la política se ha relativizado por falta de una fundamentación suficiente e inequívoca, hasta el punto de que cualquier decisión política precisa ser contextualizada para ser considerada moral o inmoral. En este sentido, la política parece haber perdido tal prestigio ético que si Nietzsche anunció la muerte de Dios, quizá estemos asistiendo al final de la ética. Cuestión que se ha pretendido resolver mediante el utilitarismo que trata de diferenciar el bien del mal teniendo en cuenta exclusivamente los resultados de las acciones políticas. Sin embargo, el utilitarismo está lleno de cegueras calculadas. Quizá, por ello, haya que pensar que se está produciendo, como decía el marqués de Sade, un nuevo orden amoral sin obligación y sin responsabilidad. Esto es, una sociedad regida por una praxis política que se reduce a un ejercicio contable de previsiones y resultados, Pretender que la opción más ética es aquella que produce el mayor beneficio para el mayor número de personas, en principio parece razonable, pero en una sociedad estructurada en clases sociales, representada por opciones políticas que defienden intereses contrapuestos y fuertemente condicionada por los poderes fácticos, los resultados no siempre benefician a la mayoría, sino a minorías poderosas o grupos específicos, lo que resulta inmoral. Por tanto, los fundamentos éticos encargados de fijar deberes y establecer reglas resultan para el utilitarismo irrelevantes. En consecuencia, el utilitarismo, que apuesta por una ingeniería social que acota los problemas y pone el acento en los resultados, dando solo por buenas aquellas acciones que procuran los beneficios esperados, parece tener lamentablemente más notabilidad. En definitiva, lo importante es el fin, pues la moralidad de los medios es intrascendente, ya que en la práctica son sólo instrumentos que se justifican por su eficacia.

Es verdad que la ética implica no sólo una reflexión racional sobre la moralidad, sino también pretende una justificación fundamentada de cuál debe ser el comportamiento moral en la política. Sin embargo, en cuanto la diseccionamos a punta de bisturí, observamos que la ética, lejos de ser la ciencia que prescribe la bondad o maldad de la acción humana, es una construcción que esconde, entre sus nobles razones, sentimientos, necesidades, intereses, ambiciones o prejuicios que hacen que la moralidad que de ella se deriva sea dudosa. Además, la ambición de poder es un deseo tan vehemente e inmoderado que, con objeto de conseguirlo, se llega incluso a la renuncia de los principios y valores. Y para mantenerlo, una vez logrado, el fin acaba justificando medios censurables, lo que no sólo devalúa la democracia, sino que incluso la puede destruir. Hay una larga lista de hechos atribuibles a los políticos que son moralmente reprobables, como los infames y peligrosos bulos; la inmoral invocación al transfuguismo; el arriesgado blanqueo de partidos contrarios a la democracia; la guerracivilista crispación y polarización de la sociedad; las largas listas de espera del sistema público de salud que generan un sufrimiento innecesario; la ignorante negación del cambio climático, pese a la evidencia científica; la negación de la violencia machista, pese a su especificidad y significación estadística; la política de la vileza, en la que los insultos personales, los incoherentes e indecentes vaivenes estratégicos y las bravatas desafiantes se hacen sin pudor alguno; o la muerte de más de siete mil ancianos víctimas del coronavirus en las residencias de mayores de Madrid, debido a que su presidenta firmó un protocolo que impedía que los infectados fuesen trasladados a los hospitales. Ante esta carencia de universalidad, la ética es una cuestión filosófica de insólita relatividad, que permite que el fin justifique discrecionalmente los medios. Y es que, al igual que los pecados, los medios son veniales, mortales e incluso sacrílegos. De hecho, es tan profunda la crisis del pensamiento metafísico y tan endeble la solidez lógica de la ética que el objetivismo moral ha cedido su supremacía al relativismo, según el cual no hay certezas ni verdades absolutas, sino interpretaciones. En fin, como dijo Miguel de Unamuno: “el triunfo de la razón es arrojar dudas sobre su propia validez”.

El autor es médico-psiquiatra-psicoanalista