Estos primeros días del año acostumbramos a pensar en el tiempo que empieza, nos proponemos cosas aprovechando el incentivo de lo nuevo. Hay quien incluso pone todo eso por escrito, redacta una lista de objetivos para los siguientes doce meses, los enumera según su importancia, establece con ellos un orden de prioridades. A menudo sucede que uno se anima hasta tal punto en esa labor, que acaba perdiendo el hilo, confundiendo los términos, mezcla elementos de distinta naturaleza.

Quizá por eso, por nuestra tendencia general a meter lo diferente en un mismo saco, sería bueno discriminar desde el principio, crear una serie de categorías como hizo Kant en el ámbito filosófico, elaborar una hoja con varios apartados. Y es que, como todos sabemos, hay logros que dependen en gran medida de nosotros, que requieren nuestra voluntad. Quien se plantee dejar de fumar debe asumir que se encuentra ante un propósito, es decir, ante algo que está en su mano conseguir, hará bien en tratar el asunto como tal, en no confundirlo con un mero deseo.

He ahí el primer escollo en este recorrido, algo que nos ocurre también en otros momentos de la vida, ese autoengaño en el que incurrimos al asociar una meta propia a la concurrencia exclusiva de factores externos. Quién no recuerda a aquellos compañeros peculiares del colegio que, antes de un examen, fiaban la nota a la fortuna, tocaban madera o cruzaban los dedos en una especie de conjuro, se encomendaban a Dios o al diablo como una manera de decir que ellos no podían hacer nada por cambiar el desenlace de esa prueba.

Sí, proponerse algo es muy distinto de desearlo, es un verbo que necesita una o varias acciones enérgicas por nuestra parte. Aquellos compañeros de entonces, a quienes en todo caso recordamos con cariño, no se proponían aprobar ningún examen, se limitaban a desearlo. Incapaces de dedicar tiempo y fatigas al asunto, preferían agarrarse a la esperanza de que un suceso extraordinario, acaso una huelga de profesores o una catástrofe natural en la zona, alterase el curso lógico de las cosas en su favor.

De modo que, en ese epígrafe inicial de nuestra lista de enero, deberían constar sólo aquellas intenciones que estemos dispuestos a dotar de contenido, a vincular a algún tipo de intervención, gestión, trámite o trabajo. Y todo ello, claro, siendo conscientes de que nadie va a garantizarnos el éxito del empeño. Nadie va a asegurarnos que adelgacemos, que logremos una regularidad en la práctica de hábitos saludables, que madruguemos de manera constante para aprovechar las horas o que tratemos con mayor delicadeza a quienes nos rodean. En cierto sentido, aceptar la incertidumbre del resultado es parte de ese esfuerzo que exigen los propósitos.

Pero no hay nada malo en desear. Al fin y al cabo, es algo inherente a nuestra condición de seres humanos. Deseamos ganar la lotería, la curación de una enfermedad o el regreso de alguien que se fue. Tampoco es negativo anotar los que tenemos, todos esos anhelos que unas veces nos entretienen y que otras ocupan nuestra cabeza con insidia, con una insistencia excesiva. Es bueno apuntarlos porque, en el momento de hacerlo, podemos darnos cuenta de que algunos merecen un ascenso en la jerarquía, ser elevados a la categoría superior de los objetivos, mientras que otros pueden desvanecerse de golpe por su propia inconsistencia. Y en ambos casos habrá un motivo de alegría, pues advertir la posibilidad, nuestra capacidad de satisfacer un deseo a base de perseverancia, será tan gratificante como librarnos para siempre de su carga.

¿Qué importancia damos a soñar despiertos? ¿Qué puesto deben ocupar los sueños de vigilia en esta enumeración de principios de año? En nuestra vida, los sueños suelen ser más viejos que los propósitos y que los deseos, los llevamos con nosotros durante décadas. Nacen en la infancia o en la juventud, y nos acompañan desde entonces. Soñamos con conocer a una persona especial, con alcanzar determinada celebridad o con crear una obra que perdure en el tiempo. Y como la propia idiosincrasia de los sueños hace que sean de difícil cumplimiento, a menudo los arrastramos a lo largo del camino como impresos sin rellenar, o como esas cadenas pesadas que portan los fantasmas en las películas.

En otras ocasiones, sin embargo, los sueños son una referencia útil, una forma de orientarnos mientras vivimos, una especie de estrella luminosa en el horizonte. En esos casos, cuando impedimos que se conviertan en quimeras, cuando no nos engañamos ni nos obsesionamos con ellos, juegan un papel provechoso en nuestra existencia. Sí, porque en ese nivel inofensivo en el que los mantenemos, los sueños marcan un límite último en nuestra trayectoria, sea cual sea, indican la cota máxima a la que pueden aspirar nuestros esfuerzos, afanes, impulsos y ambiciones, y de ese modo nos estimulan con la fuerza de lo grandioso, nos atraen con la energía que emana de lo imposible. A este respecto, lo esencial es evitar que nuestra felicidad se convierta en rehén de aquello que una vez soñamos para nuestra vida, que quede tan cautiva de lo soñado que su no consecución sea causa de frustración o de amargura. Lo principal es no olvidar que, como nos enseñó Schopenhauer, la dicha no consiste en obtener algo concreto, sino en dar esquinazo a la desgracia.

Ah, y en cuanto a las fantasías, que cada uno haga lo que pueda. También es aconsejable escribirlas. Claro que, como nos sugiere Margareta Magnusson en su delicioso librito El arte sueco de ordenar antes de morir, será oportuno deshacerse del documento físico o digital donde las anotamos en su día, eliminarlo a tiempo para no abochornar a nuestros familiares, dejar que sigan siendo un secreto toda la eternidad.

El autor es escritor