Desde que un corpúsculo (unidad mínima que cuenta con masa) se enredó con una onda (expresión de un tipo de movimiento) las cosas en este mundo y universo no aparentan ser lo mismo que fuera antes. Al menos en ese esfuerzo que realizaran desde el campo de la analogía por conciliar los intereses de un sistema social basado en el individuo y su particularidad con el modo de proceder sistémico de la naturaleza atómica, molecular y celular analizado por la física y la biología.

Arrojo que en su día animara al economista liberal-conservador Jacques Rueff, inspirándose en los estudios del aristócrata premio Nobel de física Louis de Broglie, ambos individuos, a proponer un modelo de complementariedad homologable desde la ciencia para la sociedad con el objeto de minimizar, hasta su anulación, “las inútiles controversias entre confederación y federación, entre nacionalidad y supranacionalidad [quedando] aclaradas por las enseñanzas de la mecánica quántica”, tras haber declarado un tanto osadamente, desde la perspectiva presente, visto lo que nos acontece, el que: “[fuera] lamentable comprobar que los especialistas de las ciencias humanas han tenido que esperar a los progresos de la mecánica quántica para ver aclarados sus problemas, cuando mediante el análisis de las estructuras que les son familiares, hubieran podido desde hace tiempo proyectar útiles luces sobre los caracteres de las sociedades atómicas o moleculares, así como de las sociedades de células que constituyen los seres vivos”.

En definitiva, unidades elementales de la física de los materiales, de las cosas, y de la química orgánica de los seres, ambos igualmente entes, que no obstante los avances realizados no parecen ayudar en mucho a la problemática relacional dada entre humanos en sus cuestiones, humanos y no-humanos en sus asuntos y, finalmente, humanos y cosas, en su objeto; mediados, sin embargo, por fines para los que no dudamos en movilizar a todos, o al menos buena parte de ellos y de ello.

Ese mundo que unos dicen ser de la cultura, otros de la civilización viene a estar determinado por una infinita gradación de acontecimientos cubriendo extremos que contemplan desde el más feroz egoísmo hasta el mayor de los altruismos, en diferentes visiones contempladas por el economista francés de la siguiente anecdótica manera:

“El análisis del físico aclara los problemas que preocupan al economista y al sociólogo cuando contraponen individualismo y socialismo, es decir, colectivismo o totalitarismo. […] El individuo sólo subsiste mientras no está sometido a vínculos de interacción demasiado intensos. En la medida que éstos se hacen más eficaces, la individualidad se atenúa y puede desaparecer casi enteramente en la sociedad fuertemente integrada de los regímenes totalitarios o de las órdenes muy disciplinadas.

Y dispone, como ejemplos, a ejércitos y jesuitas. Organizaciones cuya determinación por la obediencia es máxima no dejando mucho margen a iniciativas de carácter aleatorio.

Ese extraño bucle que es el yo (Hofstadter) desenvolviéndose en el extraño orden de las cosas (Damasio) crea un no menos extraño estado denominado consciencia. Es nuestro mundo (universo que en M. Gabriel trata del “ámbito objetual de las ciencias naturales, experimentalmente deducible”) el que creamos, y a través del cual pretendemos dominar adjudicándoselo a los y lo otro. Una voluntad de poder y un espíritu imperativo.

Esa alucinación controlada debido a la cual nos vemos obligados a rectificar el instrumento privilegiado de la disonancia cognitiva, por muy acertados que pretendamos estar en algunos de sus más que pragmáticos resultados, al albur de lo relatado por pensadores e historiadores de las ciencias y de las humanidades, viene considerando también el que, en propuesta de aquello que sea el yo hofstadteriano (englobado significativamente como: “una alucinación, alucinada por una alucinación”), corra el severo riesgo de ser atacado y cuestionado, en su orden/cosmos, por la fuerza exterior de un incuantificable número viral, orgánico e inorgánico, que nos compone, naturaliza y hasta matematiza.

Lo que el hombre pretende mediante la traslación del fruto de su consciencia, la inteligencia, al mundo de las cosas-objeto, que no causas, no es otra cosa que la disonancia cognitiva de una nueva antropomorfización. Lo hizo con los animales que le obedecen –los que no lo hacen huyen o atacan, y el peor de ellos es el que habiéndole obedecido se revela–. También con la domesticación de parte de la vegetación, de las plantas, en eso que ese considerado periodo –no sé a ciencia cierta por qué, como revolución neolítica (nueva piedra)–, aprovechándose del potencial salvaje de otras para su propia alucinación y curación. Y ahora, al parecer, toca realizarlo con el universo de las cosas en la conciencia de ser soporte matérico de las ideas dimanadas de una consciencia.

Lo que nos hace ocupar el lugar, por fin, de quién o lo que fuese que nos hiciera: un dios o un re-dios, una copia del mismo equivalente del daimon que diera lugar al démon.

El autor es escritor