Cuando elegimos un hotel, una casa rural o un restaurante, echamos un vistazo a las valoraciones de los usuarios. Suele decirse que esos comentarios con frecuencia desvelan más de la persona que escribe que del establecimiento juzgado. Algo parecido puede predicarse de buena parte de las reacciones a la carta del presidente Sánchez: que nos dicen más de quien habla, de sus filias y fobias, de sus amores y odios, de sus obsesiones, que del asunto comentado.

Dado que no sé nada de las intenciones del presidente, no pretenderé aparentar que tengo pistas. Quienes acierten en su vaticinio sobre la decisión nos dirán que ya lo sabían, pero confundirían acierto con conocimiento: dos veces al día el reloj parado de nuestros prejuicios da hora buena. Solo tenemos que sentarnos y esperar para publicar nuestro glorioso tuit en ese preciso momento.

Haga lo que haga Pedro Sánchez mañana, su carta es una oportunidad de tomarnos en serio algo que debería ser central en el debate público: la degradación del espacio público en las democracias. Todos –no solo el presidente–deberíamos decir “necesito parar y reflexionar”.

No se trata de un fenómeno único que pasa solo en Madrid. Lean a Ece Temelkuran (Cómo perder un país) y a Maria Ressa (Cómo luchar contra un dictador) si quieren saber cómo se vivió ese proceso en Turquía o en Filipinas. Por no mencionar cómo el trumpismo ha colocado la democracia en Estados Unidos contra las cuerdas. Esa ola llega.

Lo de Madrid tiene también que ver con la cultura antidemocrática de algunos sectores del poder económico, judicial y periodístico de la capital, en connivencia con algunos fontaneros de las cloacas del Estado. Pero la cosa es más grave y profunda. Identificarlos a ellos como culpables y vernos a nosotros como víctimas es demasiado simple y reconfortante.

Hace años que entramos en la era de la posverdad y de las fakenews, del desprestigio del conocimiento y los datos, del desprecio por las instituciones democráticas y sus procedimientos. Empezamos ahora a comprobar el extraordinario poder corrosivo de esa podredumbre.

La forma en que cada uno de nosotros decidimos informarnos es una de las claves centrales del juego. El mercado de nuestra atención en el mundo digital está basado en los titulares grotescos, amarillistas, morbosos o escandalosos que mueven nuestras emociones negativas. Hemos naturalizado que la realidad del mundo se representa fielmente en ese teatro virtual que tiene por escenario una inmunda pocilga de odios, egos y miserias.

Un titular que sugiera que la mujer de un político es un travestido que regenta prostíbulos de menores llamará al morbo y generará miles de entradas y consecuentemente más dinero a su editor que cualquier investigación seria y bien escrita por un periodista digno de tal nombre. Una vez propalada la especie, a la víctima le toca limpiar su nombre y, como nunca lo va a conseguir del todo, le aplicaremos el viejo dicho de que si el río suena...

La responsabilidad es también de cada uno de nosotros cuando decidimos qué noticias consumimos y reenviamos. Cuando decidimos que ya no vale la pena pagar por el periodismo de calidad o fiarse de los buenos medios. El voto al mentiroso y al miserable, la deslegitimación del resultado electoral que no nos gusta y la toma del Capitolio, el asalto a la Plaza de los Tres Poderes de Brasilia o el bloqueo de la renovación de las instituciones hasta que las mayorías me resulten favorables son los siguientes pasos.

La política convertida en cochiquera de insultos y agresiones aleja del compromiso que mancha a mucha gente que se pregunta si “merece la pena” meterse en esa rueda de desprestigio. Los ciudadanos que en democracia compramos con progresiva inconsciencia cualquier cosa que fomente ese juego de descrédito de la política, de las instituciones y de quienes noblemente asumen en ellas responsabilidades cerramos el círculo.

En otras ocasiones he criticado en esta columna al presidente por diversos motivos (siempre políticos). Hoy toca agradecerle la carta y desear de corazón lo mejor a su familia.