Resumen de lo publicado. Irati y Ernst dejan fuera de combate al señor Lobo; renuncian a robar el Retrato del Marqués de San Adrián del Museo de Navarra como acción de protesta ambiental y la sustituyen con una convocatoria de periodistas ante el cuadro, donde hallan al señor Lobo maniatado junto a carteles reivindicativos. Tras la acción se separan. Ernst sigue dolido por la traición de Irati aunque ella actuara bajo coacción. Deambula por la calle, escucha el concierto de jotas en el paseo de Sarasate y se ve acorralado entre un agente de la Policía Foral y otro amenazante sujeto con la careta de Harvey Keitel. NO TE PIERDAS EL RELATO ANTERIOR.

(*) hoy escribe... Susana Rodríguez Lezaun. Pamplona, 1967. Periodista, escritora y rockera txantreana. Directora de Pamplona Negra. Autora de las novelas Sin retorno, Deudas del frío, Te veré esta noche, Una bala con mi nombre y Bajo la piel.

Al cazo o el fuego. Lo malo o lo peor. Eso era lo que Ernst tenía delante. O entregarse a la policía, o seguir al nuevo señor Lobo, más alto y fornido que el que habían dejado en el museo pero igual de aterrador. Dudó apenas unos segundos. Para una persona de bien, un uniforme siempre es garantía de seguridad, así que se levantó y se dirigió hacia el agente Iban Barros, que lo esperaba con gesto serio y pose marcial al final de la hilera de sillas. Giró la cabeza un momento, pero no encontró al señor Lobo por ningún lado. Ni rastro del falso Harvey Keitel. Mejor así.

El policía lo cogió de un brazo y tiró de él hacia atrás. Antes de que se diera cuenta, Ernst estaba esposado con las manos en la espalda. Le sorprendió la rudeza de sus movimientos, pero más aún sentir la boca de una pistola en los riñones.

—Eso no es necesario —protestó Ernst.

—Yo creo que sí —respondió el foral en su nuca—. Avanza, tranquilito y en silencio ⸺ordenó apretándole el arma contra el costado.

El coche patrulla los esperaba sobre el paso de peatones. No había nadie al volante; Barros había acudido solo. Abrió la puerta trasera y empujó a Ernst. No esperó a que se sentara ni le ató el cinturón de seguridad. El policía arrancó y empezó a zigzaguear de una calle a otra hasta desembocar en la avenida del Ejército.

—¿Dónde me llevas? —preguntó Ernst preocupado. No había ninguna comisaría por allí.

No hubo respuesta. Sin previo aviso, dio un volantazo y maniobró con pericia por el estrecho túnel que se adentraba en la Ciudadela.

—¿Adónde vamos? —insistió Ernst con voz aguda. Algo no iba bien.

De nuevo, silencio. Avanzó por el camino interior de la fortificación hasta entrar en lo que en su tiempo debieron ser las caballerizas. Apagó el motor y abrió la puerta de atrás. Lo primero que Ernst vio fue el cañón del arma. No hizo falta ninguna orden más. Luego, Barros lo cogió con fuerza de un brazo y tiró de él hacia la pared más cercana, horadada por una puerta metálica que el policía abrió tras pulsar a toda velocidad en un teclado digital.

—Vamos —insistió Barros mientras volvía a encañonarlo.

Caminaron unos metros hasta llegar a una sala un poco más amplia que el pasillo que acababan de recorrer.

—Siéntate —le ordenó el policía, señalando la silla que componía el único mobiliario de la habitación.

Ernst obedeció, consciente de que no tenía más opción.

—¿Qué quieres? —se atrevió a preguntar por fin—. No entiendo nada. No hemos robado el cuadro, nadie sabe que el Goya es falso…

—No lo saben ahora, pero puedes irte de la lengua en cualquier momento.

—No lo haré —se apresuró a responder Ernst—. Lo juro.

Barros movió la cabeza de un lado a otro.

—Eres un peligro, y tu amiguita también.

—¿Porqué? Si el Goya es falso, perseguirán al comprador… —Ernst se detuvo ante la sonrisa socarrona del foral. Y entonces lo entendió todo—. No es la única falsificación…

La sonrisa de Barros se amplió.

—Entiendes por qué no podemos dejarte ir, ¿verdad? La gente para la que trabajo lleva años satisfaciendo las demandas de particulares con obras de los museos de todo el mundo, incluido el de Navarra. La ley de la oferta y la demanda, ya sabes. —Sacó el móvil y marcó un número sin perder de vista a Ernst—. Lo tengo —dijo cuando contestaron—. No tardes, yo ya he cumplido y tengo que volver al trabajo. Ahora es asunto tuyo —Escuchó un instante y frunció el ceño—. No, imposible. Solo tengo mi arma reglamentaria, me pillarían en pocas horas, y si yo caigo, todos los lobos de los cojones caeréis conmigo. Ven ya —ordenó antes de colgar.

Luego rodeó la silla, comprobó que las esposas seguían bien sujetas y se apoyó en la pared más lejana a Ernst. Sacó un cigarrillo del bolsillo del pantalón, lo encendió y le dio una larga calada.

—Puto estrés —bufó mientras lanzaba el humo hacia su prisionero—. Así no hay quien deje de fumar.

El chasquido de la puerta al abrirse los alertó a los dos. Mientras Barros sonreía, Ernst empezó a contar los segundos que le quedaban de vida.

La oscuridad JOTA JOTA

Barros se separó de la pared en la que seguía apoyado y se dirigió hacia el pasillo.

Un grito.

Un largo zumbido.

Un sonido gutural.

Un golpe seco contra el suelo.

El tiempo pareció detenerse durante un segundo cuando Irati se materializó ante él. Ernst la observó de arriba abajo, incrédulo, y se detuvo en su mano derecha.

—¿Una táser? —preguntó—, ¿de dónde la has sacado?

—Del coche patrulla —explicó Irati a toda prisa mientras rebuscaba la llave correcta entre las que le había cogido a Barros, que seguía inconsciente.

—¿Cómo has entrado? —siguió él.

⸺—¿Has olvidado cómo entramos en el museo? Esto ha sido fácil —replicó Irati.

Le quitó las esposas y se las puso al policía, que emitía sonidos extraños y entrecortados. Luego le sujetó los pies con una brida de plástico y le cogió el arma.

—¿Estás bien? —le preguntó a Ernst—. Vamos, deprisa —le urgió cuando él asintió en silencio—. El tipo de la careta no tardará en llegar.

—Pero, ¿cómo…? —preguntó Ernst mientras corrían hacia la salida.

—Te seguí. Tuve un pálpito, llámalo como quieras. Estaba en Sarasate cuando te metió en el coche y sospeché… Bueno, parece que acerté, ¿no?

No se detuvieron hasta alcanzar las calles atestadas del centro de la ciudad. En la plaza del Castillo, la gente formaba ríos blancos y rojos que serpenteaban de un lado a otro siguiendo corrientes invisibles e incomprensibles para los ojos ajenos.

—Necesitamos un sitio seguro en el que descansar un poco —dijo Irati. Ernst no podía estar más de acuerdo con ella.

Consultó su reloj. Eran más de las nueve de la noche. Perfecto.

Irati lo cogió de la mano y lo condujo decidida hacia la Plaza de Toros. En la parte trasera, los operarios se afanaban por limpiar los restos de la corrida. Esperaron el momento oportuno pegados al muro y se colaron dentro. Agazapados, escucharon a los obreros ir y venir, hablar y maldecir, hasta que por fin todas las luces se apagaron y la plaza se quedó vacía.

O casi..

Continuará... Mañana:

14 de julio. Pobre de mí