Hay revuelo en la hinchada rojilla porque igual se va uno de nuestros buques insignia, en concreto al Athletic, que igual, según quién gane las elecciones que se celebraron ayer, pone los 22 millones de euros en los que está fijada la carta de libertad de Jon Moncayola. Servidor, la verdad, si el chaval se va lo sentirá deportivamente porque era parte básica del equipo actual, pero comprenderá perfectamente su motivación y sus aspiraciones, tan válidas y respetables como las de aquellos jugadores que les llegue la oferta que les llegue prefieren quedarse en el club –la oferta que les llegue dentro de un orden, los que se han quedado normalmente ninguno ha recibido ofertas mareantes, sí igual mejores, pero no mareantes–. El caso es que volvemos un poco en las redes sociales al cansino enfrentamiento de que si no sienten la camiseta, que a la mínima se van y todo esto, como si la vida de un jugador de fútbol, por el mero hecho de serlo, tuviese que estar dotada de una serie de patrones místicos de los que por supuesta si están dotadas las nuestras, las huestes que animamos a los nuestros ya sea en la grada o en la distancia, huestes que ni por todo el oro del mundo o un poco mejor nos iríamos a ninguna parte. Suele ser conveniente tener cuidado con afirmaciones del tipo si yo tal y yo cual no haría o sí haría porque a fin de cuentas hasta que no estás en la situación es fácil decir que no. Claro, luego te llega la oferta y la cosa cambia, la vida pasa de ser una representación a ser real y hay que decidir sobre hechos reales, que te afectan a ti, a tu entorno, a tus ilusiones y en definitiva a toda tu carrera, aquí o allá. En ese sentido, haga lo que haga el jugador, si lo hace con transparencia y honestidad y sin vender motos, pues, como a todos los anteriores y futuros, todo el respeto. Ojalá se quedasen, pero se comprende la oportunidad, si creen que mejoran.