licia..., mira quién ha venido a verte!”, exclama la cuidadora a mi tía abuela cuando cruzan la puerta de acceso a la sala de visitas de la residencia. Desde su silla de ruedas, encorvada levanta levemente la cabeza para comprobar quién espera y pronuncia sin dudar mi nombre: “la Sagrarito”.

En la última visita antes de su cumpleaños quiero comprobar si se acuerda de esa fecha: “Tía, ¿quién nació el 4 de enero?”. No tarda mucho en contestar: “Yo”. Entonces vuelvo a preguntar: “¿Y sabes cuántos años cumples el lunes?”. Ella responde: “Cien”. Casi acierta: “99”. Como ya es habitual desde hace meses, durante la media hora que comparto con ella apenas conversa. Desde que pasó el coronavirus en la primera ola prefiere moverse continuamente con su silla, por eso le paseo por la habitación, amoldada a las medidas contra la covid: distancia de seguridad, mascarilla, toma de temperatura, hidrogel y guantes. Un árbol con espumillón y un mensaje en letras rojas escritas en una pizarra, Felices fiestas y próspero 2021, otorgan el toque navideño a la estancia.

De manera excepcional, la dirección del centro deja llevar el día del cumpleaños un dulce. Mi madre -Sagrario Echarte- se decanta por unos bombones envueltos por el tema de la covid, y yo le propongo también dos polvorones que hagan de base para poner el par de nueves en forma de vela para que la tía Alicia sople después de cantarle.

Atrás han quedado diez meses complicados para toda la ciudadanía. El pasado 12 de marzo comenzaba esta historia protagonizada por mi tía abuela Alicia y que puede asemejarse a otras muchas. Ese día la dirección me comunica a través de una llamada de teléfono que cierran la residencia.

El sábado 14 se proclama el estado de alarma y el confinamiento. Una semana después el médico me informa de que la tía ha tenido febrícula y que queda aislada. En ese momento, no disponen de test para comprobar si está infectada por el virus.

La residencia establece un protocolo por el que todos los días se ponen en contacto con los familiares para detallar el estado de salud de los residentes. Desde finales de marzo hasta finales de abril, cada llamada se convierte en una mala noticia porque poco a poco va empeorando.

El 13 abril confirman que la tía sufre coronavirus. Deja de comer durante 20 días y apenas toma leche con sobres de nutrientes, por mucho que le colocan una vía, ya que ella, inquieta, se la quita.

El 21 de abril mantengo con el doctor una conversación que hubiera preferido evitar pero que era necesaria: en ella me explica cómo puede despedirse la familia antes del fallecimiento. “Aconsejamos que acudan personas menores de 60 años, a quienes protegemos con una EPI. Después no se exige estar en cuarentena”, especifica el doctor.

Pero el 24 de abril, la situación da el giro esperado. “Alicia ha cenado media tortilla, un poco de pollo y un yogur”, escucho por el móvil. A partir de entonces comienza su remontada; y en mayo la PCR ya le da negativo.

Tras casi tres meses en un búnker, la residencia establece un régimen de visitas pautado con las indicaciones del departamento de Derechos Sociales. El viernes 5 de junio a las 11.00 fijan la cita, pero solo puede acudir una persona. Accedo a la sala habilitada con todas las precauciones: mesas en hilera con mamparas que separan a residentes de familiares.

Ataviada con mascarilla me acerco a mi tía abuela, viuda desde hace diez años y su hijo fallecido hace más de tres décadas. Temo que con el rostro cubierto me desconozca, pero me sonríe: “Os he echado de menos. ¿Qué tal tu mamá?”, pregunta. Hablo pero apenas me escucha, ya que entre la mascarilla y la mampara su oído apenas distingue.

Las empleadas de la residencia me ayudan a transmitirle cada una de mis palabras. “¿Y por qué no puedes venir dónde estoy yo?”, insiste al mismo tiempo que mueve su silla de ruedas para intentar sortear los obstáculos para acercarse hasta donde estoy sentada. “Tía, por ahora, debemos vernos así porque ha habido una gripe muy rara y hay que tener mucho cuidado”, intento explicarle. Media hora después, me lanza un beso con su mano derecha como último gesto de este primer encuentro.

En julio ya paseamos por el patio y tras la semana de los no Sanfermines comento con ella que debido a la pandemia se han suspendido. En ese momento entona la Escalera y, a continuación, el cántico de los mozos antes de los encierros. El verano transcurre tranquilo, hasta que el 2 de octubre el Gobierno de Navarra prohíbe nuevamente las visitas ante la segunda ola que está sufriendo la Comunidad.

En esta nueva etapa, el centro establece las videollamadas como vía de contacto, una por semana hasta que el departamento de Derechos Sociales vuelve a permitir las visitas a finales de noviembre. Desde entonces dos días por semana durante media hora, los martes y viernes. Pero la residencia hace una excepción para el lunes 4 de enero, y nos concreta un encuentro para las 12.30 en la estancia habitual, pero esta vez solo para nosotras -un detalle-. Encendemos las velas clavadas en polvorones sobre un plato de plástico y empezamos a cantar el cumpleaños feliz, al terminar sopla para apagarlas sin un deseo concreto, y celebra su día saboreando un bombón. “¿Quieres otro?”, le pregunto, pero me indica con el dedo que no, ya que en poco tiempo toca comer.

Alicia Lugea Inda, la longeva de la familia a sus 99 años y natural de Nagore, continúa plegando de manera minuciosa cualquier papel que cae en sus manos, como ha hecho a lo largo de su vida y después de trabajar en una fábrica textil. El último, el envoltorio del bombón. “No seas fardela, déjame a mí”, me reprende minutos antes de que concluya la visita. “Tía ya sabes que no podemos besarte por la pandemia. ¿Nos regalas una sonrisa y un beso?”. Y así nos despide.