Los 32 grados de la costa venezolana (sensación térmica de más de 40 debido a la humedad) reciben al viajero ya en el aeropuerto internacional de Maiquetía (Caracas), donde hace ya tiempo que el aire acondicionado no funciona. El presidente Nicolás Maduro acaba de quitarle cinco ceros a la moneda para disfrazar la desenfrenada inflación, y comienzan dos semanas de odisea diaria.

En el coche que realiza el transfer al hotel, el conductor comenta que lo normal a esas horas sería un atasco, pero no quedan coches operativos que conducir. “No hay repuestos para las averías, y una rueda nueva cuesta 40 euros (en un país donde el sueldo básico es de 12 euros), así que la gente que aún tiene coche no se arriesga a conducir lejos”. Confirmando sus palabras, coches abandonados comienzan a aparecer en las cunetas. Allí donde se averiaron, se quedaron. El mismo mal afectó a los buses urbanos, por lo que las perreras, pequeños camiones de agricultores particulares con una jaula en la parte trasera para transportar mercancías o animales, se ofrecen ahora como transporte público. O perrera o caminar bajo el sol.

Compro un sandwich de jamón y queso en el hotel por 180 bolívares (1,30 euros). En la playa caribeña, la gente se divierte, los vallenatos suenan a todo volumen y la vida sigue; pero nadie lleva móviles, bolsos, gafas de sol o cualquier objeto de valor. Sólo la toalla al hombro. “No pongas a la vista nada que te puedan robar”, es el principal consejo allá donde uno va.

Tras largas gestiones con agencias locales (únicos proveedores de vuelos internos) consigo un vuelo a Barquisimeto. Me sale por 10 euros. La falta de seguridad en la carreteras y el miedo a las averías del vehículo han hecho que los aviones se hayan transformado en los autobuses del país.

En busca de gasolina El viaje sigue por carretera esquivando los agujeros en el asfalto, y dejando en la cuneta largas colas de pasajeros con la casa a cuestas que esperan a montarse en el bus que sale para Colombia. Llegamos a un peaje. “Esto es nuevo”, me dice el conductor. “Los peajes se quitaron porque, al igual que PDVSA -(la empresa que Chávez expropió y que gestiona la extracción, refinamiento y venta del petróleo y que, tras la caída de los precios de éste, quedó casi inoperativa, una de las causas principales de la crisis)-, Chávez decía que las autopistas eran del pueblo”. Irónicamente, del siguiente antiguo peaje no quedan más que los pilares. Se han llevado hasta la última pieza de las cabinas y las estructuras metálicas, y han añadido al botín las lámparas de la autopista.

El depósito está por la mitad, por lo que el conductor busca nerviosamente una gasolinera en la que aún quede, de hecho, gasolina, y en la que no haya que esperar una cola tan larga que permita que la gasolina se acabe mientras uno está esperando. Comprueba si lleva efectivo encima, ya que la gasolina es una de las pocas cosas que uno está obligado a pagar en metálico, lo cual supone un problema por la falta de efectivo en el país.

En todo caso, el expresidente Chávez decidió que la gasolina era del pueblo también, y llenar el tanque de gasolina de 95 octanos cuesta 0,03 bolívares soberanos (0,00025 euros). No existen billetes tan pequeños, por lo que se paga con los que aún conservan los cinco ceros. El monto final, junto con las ridículas vueltas, constituyen el sueldo del empleado de la gasolinera. El dueño, que por lo general tiene otros negocios, simplemente espera a que la economía remonte para ganar lo mismo que antes.

Ya en la ciudad, llega el momento de hacer la compra. Si uno desea comprar productos como frutas o verduras, puede hacerlo en uno de los supermercados llenos de pasillos de baldas vacías, en los que no tendrá que esperar mucha cola. Pero los productos básicos (carne, huevos, harina, margarina, sardinas, sal...) son los que más escasean y los que el Gobierno ha regulado, obligando a los distribuidores a venderlos a un precio reducido. Así pues, los ganaderos deciden no matar a los animales o vender sus productos porque el precio impuesto no llega siquiera para cubrir la producción, menos aún con la imparable inflación.

Cuando se corre el rumor por la ciudad de que un supermercado ha traído uno o varios productos regulados, colas de hasta ocho horas comienzan a formarse sobre las tres de la madrugada frente a la puerta. A veces la cola se junta con la de los jubilados, algunos muy ancianos, que esperan bajo el sol, sentados en la acera, su turno para acceder al banco y obtener sus pensiones, que se pagan en efectivo.

Las colas han generado, incluso, nuevos negocios: hay gente que se ofrece, previo pago, para hacer la cola por otros; a veces, incluso policías. Una vez en el interior del supermercado, uno puede llegar a esperar una nueva cola de otras dos o tres horas para pagar.

Llamada del carnicero Algunos ganaderos matan sus animales de vez en cuando y los llevan clandestinamente a las carnicerías (sin ningún control de salud o calidad) y las tiendas los venden ilegalmente a un precio más rentable, pero sólo a gente de confianza. Por lo que, si uno tiene el dinero y los contactos, el carnicero le llamará para avisarle en clave de que la carne ha llegado y, tras acudir y darle el santo y seña, se llevará la llevará a escondidas. Y si no, siempre queda el trueque.

Las farmacias se afanan por esparcir sus productos por las estanterías para que no parezcan tan vacías, pero es imposible encontrar paracetamol o incluso desodorante. Tratar de comprar algo que se salga de lo normal, como unas pilas, requiere una labor de investigación y una espera de colas que puede llevar un día entero.

Dos semanas más tarde, me alojo en el mismo hotel de Maiquetía. El sandwich de queso me cuesta 350 bolívares (3 euros, casi el doble que hace dos semanas). En el aeropuerto, veo en las paredes que rodean mi mostrador de check in un último y desesperado intento del Gobierno por evitar la emigración masiva del país, a través de mensajes nostálgicos: “Siempre serás bienvenido de vuelta a tu patriao “Me voy un ratico pero volveré pronto: guárdenme una arepa con queso.