Escribir lo que uno opina sobre lo que acontece no es sencillo. Uno no sabe si le leen, quiénes le leen y con qué lupa le leen, pero por lo general procura ser considerado, casi manso, por aquello de no herir sensibilidades. Cierto es que hay ocasiones en las que es tan lógico, tan honesto, cargar las tintas que un comentario como éste tiene más aspecto de desahogo que de interpretación de la realidad.

Ya ha llovido desde que en 1985 el entonces alcalde de Jerez, Pedro Pacheco, soltó aquello de “la justicia es un cachondeo”. Le cayeron las del pulpo y el asunto acabó en el Tribunal Supremo que le condenó por haber hecho “un daño demoledor a las instituciones”. Ya ha llovido, y la realidad ha demostrado con creces que el alcalde Pacheco tenía razón, que en el Estado español el alto escalafón de la justicia ha caído en la sima más profunda del descrédito. Siempre es indispensable dejar claro que cuando nos referimos a la podredumbre institucional de la justicia no se alude a la administración ordinaria, a la rectitud y profesionalidad de la magistratura ordinaria, sino a las altas esferas del poder judicial, a los estamentos de privilegio que disponen de la última palabra y que constituyen la clave de bóveda de la justicia española. Por sintetizar, se trata del Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional, el Tribunal Supremo y como peculiaridad excepcional, la Audiencia Nacional. Cuatro ejes sobre los que la realidad se cisca en Montesquieu con consecuencias desastrosas para la ciudadanía y para el supuesto prestigio de Estado, porque están sometidos a la voluntad de los partidos dominantes que se reparten las parcelas de poder. Y como esas cuatro potestades de la justicia española fueron configuradas por la mayoría absoluta del PP, esto es lo que hay.

A día de hoy, por no revolver más la mierda, asistimos estremecidos a un nuevo bastonazo de Estrasburgo a la justicia española por haber permitido que la magistrada Ángela Murillo presidiera el tribunal que juzgó a Arnaldo Otegi y sus compañeros por el caso Bateragune. Una jueza parcial, lenguaraz, que actuó a favor de obra decretando una condena acomodada al relato que le vino dado y nunca analizó. Suma y sigue, los varapalos de Europa a la justicia española por los que nadie pestañea en las altas esferas institucionales españolas. Los políticos se lavan las manos admitiendo que acatan la sentencia, y la jueza Murillo sigue su vida, disfruta de su sueldo y ni se inmuta por los seis años de libertad perdida por quienes ella condenó. Que se jodan, eran terroristas, o al menos así se lo indicaron de arriba. Es la Audiencia Nacional, amigo.

No se puede caer más bajo. Por si fuera poca la dependencia de la justicia al poder político, ha quedado descarnadamente claro que también está sometida al poder económico. El vodevil del Tribunal Supremo a cuenta del impuesto hipotecario debería haber desembocado en dimisión general, pero qué va. Es cuestión de desfachatez, de osadía, todo vale si se rectifica a tiempo? a favor de la banca, por supuesto. Más vale no imaginar las llamadas, las advertencias, las intimidaciones, hasta llegar a ese 15 a 13 que devolvía el aliento a la banca. Pues esos 28, después de la bajada de togas, ahí siguen en nómina sin inmutarse después de la avería que le han hecho al ya corrompido prestigio de la justicia española.

Reconozco que me impresionó el reproche de Iñigo Lidón, hijo del juez asesinado por ETA hace 17 años, a la penosa inacción de la Audiencia Nacional para esclarecer la autoría del atentado. Con todo su derecho a la verdad, la justicia y la reparación, el hijo de José María Lidón detalló la pasividad de la Audiencia Nacional -tan diligente cuando se trata de hechos mediáticamente espectaculares- para aclarar la verdad de una tragedia familiar como el asesinato de su padre, hasta el punto de que sea la propia familia la que está activando la resolución del caso.

La justicia española no es un cachondeo, no. La justicia española es una vergüenza, es una afrenta a los ciudadanos, es una humillación de los más débiles, es un escándalo antidemocrático. Uno ya, ni sabe cómo calificar este baldón que a todos nos amenaza.