“Simplemente Alfredo”, me contestó cuando me presenté al señor Pérez Rubalcaba en la primavera de 2006, recién investido ministro del Interior en sustitución del entrañable José Antonio Alonso, también fallecido. De todos los altos cargos socialistas que conocí trabajando para Vicente Ripa en la Delegación del Gobierno, entonces el único contrapoder ante la apabullante hegemonía institucional de UPN, ninguno tuvo su presencia.

Su porte no era el de un adonis, en efecto, pero rebosaba carisma. Un encanto cimentado en la leyenda de hombre listo y además inteligente que él alimentaba con una ironía fina como un estilete, de precisión quirúrgica. Su lenguaje no verbal consolidaba esa imagen de tipo vivo, curtido en las trincheras de la política y por tanto con una memoria elefantiásica que dejaba fluir a conveniencia. Se servía de una mirada directa con la que medía fidedignamente a sus interlocutores y un mover de manos por momentos frenético para apuntalar sus argumentos.

A ese cóctel cautivador, Rubalcaba añadía el ascetismo del buen atleta que fue en su juventud, con los puros como único placer público. De esa sobriedad resultaron fiel reflejo las dependencias que él ocupó en el Ministerio del Interior, una estancia lúgubre, presidida por un sofá amarillento casi carcomido por la edad y un arcaico mueble-bar. El político alquimista, químico de formación y devoción, no necesitaba nada más. Si acaso de música, por ejemplo de los Beatles. Allí se escribía sus discursos, de su puño y letra.

No abundaré más en la descripción porque poco puedo agregar sobre la persona desde mi limitado conocimiento directo. Pero sí atestiguo el nexo emocional de Rubalcaba con Navarra, también sustentado en el forofo que fue de Miguel Induráin, cuyas etapas de aquellos Tours fantásticos no se perdía hasta el punto de interrumpir sus reuniones vespertinas de julio cuando oficiaba como secretario de Estado de Educación.

No obstante, ese vínculo con la Comunidad Foral obedecía antes que nada a los lazos de antiguo con veteranos militantes del PSN, entre los que citaré, además de a Ripa, a Carlos Chivite y Fernando Puras. La relación se estrechó, más si cabe, con motivo de las semanas que sucedieron a las elecciones autonómicas del 27 de mayo de 2007, de las que derivó una aritmética que posibilitaba la presidencia de Puras con el respaldo de Nafarroa Bai y de Izquierda Unida.

aquel verano de 2007 La fórmula se trabajó durante dos meses de arduas negociaciones y el 1 de agosto el PSN decidió articular el tripartito, pero a las 48 horas el PSOE vetó la operación. Rubalcaba siempre atendió las razones de Puras como presidenciable, de Chivite como secretario general y de Ripa como delegado gubernativo. En esas conversaciones diarias y cruzadas, desde Madrid se alentaron inicialmente los contactos exploratorios y llegó un momento en el que incluso se pusieron encima de la mesa posibles consejeros de perfil independiente y encaje para todos los interlocutores. Desde la premisa compartida de que desdeñar la oportunidad de desalojar a la derecha del Palacio de Navarra supondría la hecatombe del PSN, certificada luego por la incontrovertible fuerza de los hechos con la pérdida del 40% del voto, desde los 74.000 sufragios de entonces a los 45.000 de 2015.

Sin embargo, Miguel Sanz se movió con agilidad conforme las negociaciones tripartitas se dilataban, aprovechando también los contactos de Jaime Ignacio del Burgo para persuadir al aparato que regía José Blanco de que el PSOE permitiera preservar la Diputación a UPN a cambio de que el regionalismo sopesara romper su alianza histórica con el PP. Así sucedió, lo uno y lo otro. Rubalcaba, con su reconocido ojo clínico, alertó durante el proceso de este probable final, a la postre consumado.

Puras dimitió en un acto de dignidad y en su lugar irrumpió Roberto Jiménez. El ministro lo lamentó sinceramente y siempre tuvo el mejor concepto de Puras. De haber sido entonces secretario general del PSOE, puesto al que accedió cinco años más tarde, las cosas hubieran discurrido de otra manera.

Si alguien deseó de salida en el PSOE un gobierno alternativo a UPN, ese fue Rubalcaba, lo manifestara más o menos explícitamente. Un íntimo anhelo con toda la lógica desde la perspectiva de que se sintió vilipendiado con la manifestación que UPN-PP y CDN pergeñaron el 17 de marzo de 2007 en Pamplona en contra de una presunta venta de Navarra a ETA. Fui testigo directo de su incomprensión e incluso enojo con la actitud de la derecha en su conjunto, por utilizar como arma arrojadiza semejante infundio pese a los contactos que él protagonizó en primera persona y permitió a terceros próximos para trasladar en ámbitos conservadores que la Comunidad Foral no era objeto de negociación y menos moneda de cambio.

Rubalcaba, el político de una sola pieza, se descompuso ante la patraña y ante la cifra de manifestantes que se le actualizaba desde Pamplona, un gentío que había comprado el bulo de la claudicación ante ETA cuando además la tregua había saltado por los aires con la bomba de la T-4 en los estertores de 2006. Rubalcaba no podía dar crédito a que Sanz usara a ETA para exigir al presidente Zapatero que anunciara públicamente que el PSN jamás pactaría con partidos soberanistas, el colmo de la instrumentalización del terrorismo.

clave en el epílogo de eta Se ha escrito que la disolución de ETA no se entiende sin Rubalcaba. Verdad incontestable. Sobre sus encorvados hombros se depositó el peso de coordinar la toma de temperatura, mediante intermediarios de confianza, en todos los niveles del conocido como Movimiento de Liberación Nacional Vasco (MLNV). Fuera en el Santuario de Loiola, en el centro Henri Dunant de Ginebra o en otros emplazamientos necesitados de confidencialidad.

Una tarea intrincada y áspera, donde por momentos colisionaban las fobias personales con el interés general, como con el anuncio de la concesión de prisión atenuada a Iñaki de Juana Chaos. Rubalcaba tuvo que escuchar de algunos de los que en las últimas horas se han desecho en halagos el calificativo de filoterrorista, como el de chivato de ETA con motivo del caso Faisán. A todo eso tuvo que enfrentarse pero mereció la pena, a él y a esta sociedad nuestra. Rubalcaba mantuvo que ETA saldría amortizada de la tregua de Zapatero, en caso de no renunciar entonces a las armas porque la vertiente política se impondría como vanguardia del MLNV. El tiempo le dio la razón entera.

En relación con Navarra, la muerte de Rubalcaba no ha podido resultar más paradójica. En el sentido de que ha fallecido por un infarto cerebral, igual que Chivite, por el que preguntó prácticamente a diario durante el mes de marzo de 2008 en el que se materializó el óbito, asistencia incluida al hospital. Un ictus que asimismo afectó gravemente en junio de 2011 a Ripa, al que Rubalcaba también le contactó con cierta frecuencia para saber de su evolución e intercambiar impresiones sobre la política navarra, por la que seguía particularmente interesado ya como profesor universitario en la Complutense.

Dos botones de muestra de que el mazo dialéctico desde la tribuna, el animal político, tenía su envés como un hombre cercano, atento y sencillo. El PSOE, y en buena medida el PSN, lo van a echar de menos.