Pedro Sánchez ha decidido jugársela a una carta, las elecciones, porque se siente invencible. Las cuentas de Iván Redondo le siguen convenciendo. El voto útil de la izquierda será para él y el desencanto de hoy por el desacuerdo perderá fuelle, cree, cuando llegue noviembre. Intuye que para entonces el pesimismo se habrá apoderado de Unidas Podemos por la gran oportunidad perdida. Y ni siquiera teme que la profunda desazón de esas decenas de miles de socialistas ilusionados en abril con la idea de la coalición le pase factura cuando decidan quedarse en casa el 10-N. Mucho menos le preocupa el globo sonda de España Suma porque lo considera un proyecto inconcebible para el egocentrismo de Albert Rivera. Así las cosas, vía libre a la disolución de las Cortes sin pasar por el trago de otra investidura fallida que siempre desluce. Mientras tanto, que se desgasten otros con ocurrencias propias de los tiempos de zozobra como esa deshilvanada propuesta de Pablo Iglesias con la evaluación temporal.

El personalismo de Sánchez y el error estratégico de Iglesias, por orden de responsabilidad, llevan a un país al escenario más desalentador que supone la absurda repetición de elecciones. Un desenlace repudiado por cualquier mente consciente del actual contexto de inestabilidad institucional, descrédito político e inquietud socioeconómica. Pero tampoco este perturbador panorama parece inquietarles demasiado a los partidos de la derecha, agazapados en una eterna vocación de desgaste que ni siquiera les supone los réditos pretendidos, posiblemente porque también sus líderes juegan a un tacticismo de corto alcance sin altura de miras. Solo aquí cabe la excepción de Alberto Núñez Feijóo con su invitación al gobierno de gran coalición por el que tanto suspiran la UE y la clase económica. Quizá el presidente gallego haya encendido la mecha para el debate interno en algunas esquinas del PP. Los empresarios avivarán ese fuego en breve, hartos de una parálisis perniciosa. Ya han empezado a pedir a la derecha que abandone el inmovilismo para que facilite la gobernabilidad. Ahora bien, no hay garantías de que sean escuchados. Los precedentes son desalentadores. Sirva como dato el corral del esperpento al que los principales grupos del Congreso convirtieron el miércoles un necesario debate para hablar del futuro de Europa, de las consecuencias del brexit, de la apuesta sobre el cambio climático o de la migración. En una UE buscándose a si misma frente a las poderosas amenazas externas, las taquígrafas recogían en el acta de la sesión qué hacer con Torra, cuándo aplicar el 155, denigrar el pacto de los socialistas con ETA en Nafarroa o a ver si de una vez me coges el teléfono, Pedro. Este es el nivel.

De momento, Sánchez se sale con la suya. Nunca quiso gobernar con Unidas Podemos y está a una semana de conseguirlo. Jamás cejó en el empeño de vengar al PSOE del desprecio político sufrido y por eso no ceja de humillar a un desesperado Pablo Iglesias. No le importa la ruleta rusa de otras urnas. Siempre fio su futuro a su conocida baraka. Eso sí, solo su varita mágica conoce cómo piensa conseguir en invierno la cuadratura del círculo de garantizar un gobierno estable sin zaherír el espíritu de la izquierda y desdeñando a Unidas Podemos. Bien es cierto que tampoco el presidente en funciones se ha sonrojado por desdecirse de sus ideas, pero ahora se juega el crédito de su propia revolución en el partido y en el futuro de la izquierda ante la derecha. Eso sí, para cuando resuelva semejante ecuación, el candidato socialista estará ya a solo un trimestre de cumplir dos años en el poder porque nadie apuesta por su derrota. Por el camino habrá tiempo para conocer la intensidad real del estallido catalán y los primeros efectos perniciosos de otra desaceleración económica. Dos auténticas bombas de relojería, capaces de armonizar ese clima de desasosiego necesario para que tome cuerpo una invocación patriótica a la razón de Estado. Una sutil llamada a orillar las reivindicaciones territoriales bajo el pretexto de una creciente rebelión social y desacato gubernamental en Catalunya que asoman ante la previsible condena a los líderes soberanistas. Quizá todo sea más relativo, como ha ocurrido con la asistencia a la Diada -importante como gesto, pero indicativa de desgaste como termómetro-. O, simplemente, por los resultados de unas elecciones donde Artur Mas y ERC oscurezcan el frentismo irredente de JxCat. También así, Sánchez saldría ganando.