“Queridos amigos españoles: hoy también os han condenado a vosotros”, escribió la directora del diario Ara poco después de conocerse la noticia. No se me ocurre mejor síntesis para empezar este análisis. La sentencia supondrá un impacto mayúsculo en la sociedad catalana, pero también dejará huella en el conjunto del Estado, singularmente además en el territorio vasco, con muy peligrosa jurisprudencia. Sin embargo, la auctoritas del Estado español está hoy más que ayer gripada en Catalunya. El Estado ha distorsionado una realidad democrática que por su dimensión y talante hubiese requerido de una fuerza política de la que el propio Estado carece. Así que en consecuencia, el aparato estatal genera más temor que hace dos años. Ha movilizado además al nacionalismo español hasta su extremo, pero en su soberbia se encuentra también su impotencia.

Más crisis. Eligiendo la vía punitiva, retorciendo la política y pulsando el escarmiento, el Estado escoge la continuidad de su crisis en Catalunya. Una crisis que va desde su jefatura del Estado hasta el PSOE. Hace solo un año Sánchez encarnaba una cierta esperanza. Esa tarjeta de visita se ha chamuscado, tras ver al líder socialista incapaz de entenderse con Unidas Podemos. Otro síntoma pésimo para pensar en que tras el 10-N pueda fructificar un diálogo. Hace un par de dos años, con Rajoy en la Moncloa, ese diálogo se emplazó al 2 de octubre, después, agotado el intento de mediación de Urkullu, al resultado de las elecciones de diciembre de 2017, bajo el 155. Más tarde, al escenario surgido de la moción de censura. Después, a la visita que Sánchez cursó a Barcelona. Finalmente a una victoria de la izquierda en las elecciones generales, y ahora, a que se ha publicado la sentencia y se van a repetir las elecciones. Con estos precedentes, las llamadas a la catarsis parecen formar parte de lo que se llamó pensamiento mágico. Moviéndonos más lejos, por lustros, lo cierto es que 15 años después de la llegada a la Moncloa de Zapatero se confirma el fracaso de la España plural que tanto invocó. Lo cual es un drama. Precisamente con Pedro Sánchez de presidente, aunque sea en funciones. Aquel que un día pareció otro mirlo blanco, ha querido compactar al PSOE aproximándose a las tesis de la vieja guardia, la que le defenestró sin pudor en 2016. Su receta, paz en el partido, conexión con la Zarzuela y tacticismo electoral. La derecha puede sentirse ufana o escocida por la dureza de la sentencia o porque no haya sido aún más dura. Su sentido de la unión y la concordia se parece a un peine sin púas. Pero sabe que en el PSOE tiene un duro rival, pero también el partido al que presionar.

Horizonte incierto. El Estado no ha calibrado la profundidad de esta nueva fractura política y social, seguro al parecer de que el soberanismo no conseguirá ampliar su base. Si se trata de provocar la máxima debilidad al independentismo y que de ahí se avenga a un futuro diálogo descafeinado, el plan además de injusto sería arriesgado, por más que los partidos soberanistas presenten ya serias discrepancias, contradicciones y fatigas.

Pero un conflicto nunca es estático. A los impulsores del procés se les ha acusado de ingenuidad ante la maquinaria del Estado. A toro pasado, es más fácil decirlo, claro está. Aunque precisamente la inocencia perdida en estos dos años es una cuestión clave en el post procés. La inocencia remite a candor, inexperiencia, e inconsciencia. Pero también a sinceridad y confianza. Por eso, en la vida y en la política, perder la inocencia nunca es inocuo. Puede generar al principio un profundo desconcierto o tristeza. Pero también una reafirmación que profundice la mutación soberanista de los últimos años.

Arrancada a porciones desde el 1 de octubre de 2017, a ritmo lento pero implacable, la pérdida de la inocencia puede ayudar a madurar al independentismo, aunque también podría degradarse, lo cual sería su tumba. El Estado también ha aprendido, pero tiene un limite enorme: externalizando la política en la judicatura, la Policía y la Guardia Civil, y haciendo de esa transferencia un factor identitario, su capacidad de unir se resiente sobremanera.

Termino estas líneas escuchando el sonido de una cacerolada protestando por la sentencia. Ha sido un día largo y denso en Barcelona, y ese ruido sirve de síntoma y fondo de aquella frase que lanzó hace unos años Iñaki Gabilondo. “España está haciendo muchas cosas para que Catalunya no se pueda ir, pero muy pocas para que no se quiera ir”. Era diciembre de 2013. Una carga de profundidad que cabe recordar en esta precampaña electoral cuya lógica y razón de ser se entiende aún mejor tras la sentencia. Ahora, España, España siempre, España en marcha? la clave del nacionalismo como colofón o preludio del dictamen de ayer. Un nacionalismo que piensa que en este conflicto está también su oportunidad de remachar el 78 o de hacerlo regresivo. Por eso se ha batido el cobre, tratando de descabezar a una generación de líderes soberanistas. Aquella lógica de la que presumió no hace mucho tiempo Soraya Sáenz de Santamaría.