e dirá que es el momento de arrimar el hombro, de remar en la misma dirección, y que hay que dejar para otra ocasión cualquier crítica. Pues no. Vivimos en una época en la que la construcción de los relatos sustituye a la descripción de la mera realidad. No señalar ahora lo malo, lo muy malo, es conceder ventaja a quienes más tarde se encargarán de montar historias en la intención de narcotizar el sentido común o el sentido crítico. España es ya el tercer país del mundo con más casos de coronavirus -tras China e Italia- y el segundo en el que la tasa de letalidad es superior -después de Italia-. La curva que pinta la progresión registrada es la que tiene mayor pendiente ascendente, la que aparece más a la izquierda en la línea temporal, lo que habla claramente de que somos el peor país del mundo en la extensión de la infección. El sistema sanitario está a punto de colapsar y hay problemas tan básicos como conseguir equipos básicos de protección para los profesionales. Las medidas de distanciamiento social han llegado tarde, son insuficientes y no han trasladado a gran parte de la población la gravedad de lo que está pasando. Da vergüenza consultar las tablas oficiales de datos por su pobreza en contenido y formatos, y más todavía compararlas con las de otros países. El Ministerio publica cada mañana una estadística, que siempre es discordante con la suma de los datos de las Comunidades Autónomas que algunos se toman la molestia de calcular la noche anterior. Tampoco hay información adicional sobre las edades de los afectados o sobre sus condiciones clínicas, lo que hace que mucha gente perciba con confusión si están en un mayor riesgo personal o no. Tampoco se está informando del número de pruebas que se realizan, y si todas se hacen a personas con síntomas y de qué gravedad. Cada Comunidad Autónoma tienen su propio teléfono de información, cuando técnicamente hubiera sido muy fácil abrir uno solo aunque éste se atendiera de manera territorializada. En fin, la sensación de crisis va mucho más allá de lo que es sólo su parte epidémica, y alcanza al desempeño de tantos cuantos debieran estar canalizando una actuación eficaz y a la altura de las circunstancias.

Parte del problema consiste en la pérdida del sentido de la responsabilidad, en una sociedad en la que impera la idea de que todos estamos dotados de derechos, derechos que nos concede dadivosamente el poder político, pero que conllevan escasas obligaciones. Cuando se habla de la corresponsabilidad -por ejemplo, a la hora de dar sustento real a los servicios públicos-, enseguida aparece alguien hablando de lo mala que es la colaboración privada y de que todo se soluciona con más impuestos. Todo conforma un estado de opinión basado en la mendacidad, pasto de arribistas. Personalmente me aburre -y me crispa, lo reconozco- escuchar tantas veces que tenemos el mejor sistema sanitario del mundo, cuando dedicamos a su parte pública apenas el 5,9% de nuestro PIB, mucho menos que cualquier país del entorno. Lo que tiene de excelente nuestra sanidad es aquello que depende de sus profesionales, pero como sector de actividad ha experimentado una depauperación constante desde hace décadas. Si se sostiene en pie es porque los sueldos son bajos y también lo son los costes de otros de los componentes de su actividad, como el precio de los medicamentos, que son establecidos mediante decisiones oficiales y que además llegan con dificultades al paciente. Las Comunidades Autónomas dedican el dinero que quieren a sus servicios de salud, no es un problema de los recortes de tal o cual gobierno, sino de que nunca se ha apreciado realmente lo que significa el valor del gasto sanitario en el conjunto de las prioridades públicas. Esta martingala de que nuestra sanidad es excelente es propia de quienes creen que nos la han otorgado como gracia política; quienes pensamos que tiene muchas carencias parecemos los perjuros de tanto vacuo pensamiento oficial. Parte de lo que está ocurriendo, en efecto, tiene también que ver con la manera en la que se construye la opinión pública. Ese tertuliano versátil que no sabe de nada y habla de todo. Ese corresponsal en Roma de TVE, Lorenzo Milá, que era aclamado hace tres semanas cuando dijo que esto era una gripe, en nombre de la sensatez y el valor de los informativos del Ente Público. Toda esa colmena de ignorantes que se atreven constantemente a pasar por el cedazo de la manipulación ideológica cualquier fenómeno social. El daño es irreparable, los causantes se pueden identificar, pero no pasará nada porque son los mismos que nos contarán otra historia.