n el año 1999, la revista de tecnología Wired publicó una separata en la que se pronosticaba cómo iba a ser un nuevo siglo lleno de transformaciones y bonanzas. Entre ellas, se aventuraba que para el 2020 se lanzaría la primera misión tripulada del hombre a Marte, y el acontecimiento histórico tendría no sólo una gran significación científica, sino especialmente un trascendente simbolismo social. Serviría para que la humanidad se entendiera más unida, capaz de hacer cosas extraordinarias, y eso reduciría facciones, tensiones y desigualdades. Viendo qué somos capaces de hacer, nos enfrentaríamos unidos a mayores retos. Ha llegado el año presente y no hay ningún programa de las agencias espaciales que trabaje en la idea de depositar astronautas en el planeta vecino, pero en cambio se recordará la fecha por ser la de la primera pandemia de la era moderna. Al contrario que en el vaticinio de Wired, el empeño colectivo de hoy es luchar contra un enemigo invisible, que mata personas y está matando la actividad económica, y al que los países se enfrentan en indisimulada competencia unos contra a otros. Lo estamos viendo ahora, en la fase más sanitaria de la conmoción -y por eso Turquía nos chulea los respiradores y China nos vende test mierdosos-, pero también se adivina que será la pauta de comportamiento en el momento en el que lo principal sea el desescombro y la recuperación del desastre económico.

Todavía no se cree Sánchez que un virus que mutó aleatoriamente dentro de un murciélago hace seis meses haya cambiado los designios para los que creyó estar predestinado. Sin caer en masoquismos, no es complicado pronosticar que igual que somos el país que peor está gestionando la perentoria crisis sanitaria -España es el 0,6% de la población mundial y ya computa el 19,6% de todos los fallecidos por coronavirus- somos también uno de los que más vamos a sufrir la fase económica de la pandemia. No será por casualidad. Se necesitará mucho dinero y será complicado conseguirlo porque no ofrecemos fiabilidad bastante. Hace pocos días se conoció el dato de que el déficit público del 2019 ha llegado al 2,7%, cuando tenía que haber sido del 1,3%, y que para mayor escarnio refleja el primer año en el que ha aumentado en los últimos siete. Ocurrió, además, en un ejercicio en el que la economía española creció un 2%, lo que tenía que haber permitido cierta reducción. Ocurrió, por añadidura, cuando tampoco nadie ha sido capaz de proponer alguna manera de ir reduciendo el déficit basal de la Seguridad Social, cercano a la quiebra del sistema, la que nadie quiere reconocer aunque sea evidente en las cifras. La conclusión es obvia incluso para el más incapaz, y la perciben diáfana los demás países europeos: el actual gobierno no tiene ningún grado de responsabilidad moral en relación con el dinero público, escasa honradez en su política presupuestaria, le da igual gastar haya o no haya dinero. Creyó poder comprar votos incautos con aquello de los "viernes sociales", y lo hizo sin escrúpulos, al populista modo, socialismo en vena. Si esto ocurrió en el atípico y electoral año pasado, mucho más lo hará ahora que se está jugando entera su pervivencia como referencia política. Sobrevuela por Moncloa el fantasma de la criminosa actuación de Zapatero en materia económica, y la sensación de lo que ahora llega va a ser mucho peor. Como ya ha se ha demostrado que es imposible tomarnos en serio, por convicción propia, la solvencia de las cuentas públicas, es por lo que el nuevo mantra es hablar de Europa y los coronabonos, cuales unicornios. Una modalidad que consiste en que podamos pedir prestado más dinero con la garantía bancaria de alemanes o finlandeses. Por fortuna, no se articulará tal mecanismo, y en cambio se nos ofrecerá un préstamo del Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE), a cambio de unas cuantas condiciones. Un rescate. Volverán los hombres de negro, a quienes la irresponsabilidad del actual gobierno habrá abierto la puerta.

La más importante pugna política de los próximos meses va a ser cómo recuperar un país que contará con millones de nuevos desempleados y una caída de su economía a la que ninguna generación hemos asistido. Habrá quien crea que usar sin límite dinero público que ni existe ni sabemos si se nos prestará es lo que nos podrá salvar, la actitud de ese pollo sin cabeza que hoy mora en el Consejo de Ministros. En cambio, no todo estará perdido si sabemos apreciar que la fortaleza más genuina para afrontar la parte económica de la crisis se nutre de la misma energía con la que se está afrontado su parte sanitaria: el esfuerzo de casi todos, la solidaridad bien entendida representada en el confinamiento, y la desaparición de prejuicios y el veneno de la lucha de clases. En definitiva, un movimiento civil que va mucho más allá de la toxicidad del actual Gobierno.