fizer, la empresa que está suministrado la única vacuna frente al coronavirus disponible hasta este momento, fue fundada en 1849 por dos inmigrantes alemanes que llegaron a Brooklyn, Nueva York. Eran Charles Pfizer y Charles Erhart, apenas unos veinteañeros. Inicialmente constituyeron un negocio de productos químicos utilizando un préstamo familiar como único capital. El primer medicamento de la compañía fue un antiparasitario que tenía sabor a caramelo, compendio de las habilidades de Pfizer como químico con la formación de Erhart como pastelero. Fue un éxito. Tras la Guerra Civil norteamericana de 1862 la empresa dedicó parte de su esfuerzo a elaborar el ácido cítrico necesario para la emergente industria de los refrescos, fundamental para la expansión de marcas como Coca-Cola o Dr. Pepper. Sus científicos fueron pioneros en la producción de ácido cítrico a partir de melaza fermentada, de manera que no sería necesario emplear los suministros europeos de cítricos interrumpidos durante la Primera Guerra Mundial. Desarrollaron un proceso de fermentación en tanque profundo que hizo que el precio del ácido cítrico se desplomará un 80% durante las décadas siguientes, lo que tuvo como consecuencia el abaratamiento de los refrescos. Pero además, esa misma tecnología sirvió también para producir penicilina de manera industrial. La experiencia en fermentación y producción farmacéutica a gran escala colocó a Pfizer en una inmejorable posición cuando, en 1941, el gobierno norteamericano solicitó apoyo a la industria farmacéutica para producir la penicilina necesaria para la Segunda Guerra Mundial. Gracias a un amplio programa de colaboración, Pfizer trabajó con científicos de institutos públicos norteamericanos e investigadores como el canadiense Frederick Banting, que había estado trabajando en el área de los antibióticos antes de la guerra, para mejorar notablemente la eficiencia de la producción de estos fármacos imprescindibles y casi inexistentes en Europa. La mayor parte de la penicilina que llegó a tierra con las fuerzas aliadas en el desembarco de Normandía fue fabricada por Pfizer.

La innovación es un bendito fruto del capitalismo. Está alentada por el interés de proporcionar mayor rendimiento al dinero que se invierte en un negocio. Hace posible fabricar cosas nuevas, o hacerlo de manera más barata, o en mayor número. Su beneficio ha de repercutir directamente en la sociedad, a través de los mercados, porque de lo contrario sería un esfuerzo estéril. El ejemplo de Pfizer habla de cómo mediante la innovación fue posible hacer cosas como abaratar los refrescos o suministrar los antibióticos que salvaron cientos de miles de vidas de los europeos tras la guerra. No se genera riqueza produciendo pobreza al otro lado de un cristal, sino justo al contrario, beneficiando a una mayoría y proporcionando valor a todos los que se congregan alrededor de un producto o servicio.

Según el Ministerio de Sanidad, a día de hoy sólo se han administrado 277.976 vacunas, de las 743.925 que han llegado a España. Un paupérrimo 37,4%. Una aberración, sabiendo como sabemos que es la solución que necesitamos imperiosamente para paliar el mayor problema vivido por varias generaciones. Que el Sistema Nacional de Salud se esté comportando con tanta ineficiencia es incomprensible, aunque podamos describir la causa original de tal despropósito: el empeño por utilizar para la inmunización estructuras absurdamente publificadas, sometidas a normas inflexibles, que impiden, por ejemplo, que los festivos haya personal dispuesto a laborar. En los próximos meses van a llegar nuevas vacunas, la de Moderna (muy similar a la Pfizer) y dos más con tecnología distinta, de vector viral, la de AstraZeneca-Oxford y la de Janssen, que seguramente será una de las más exitosas porque sólo requiere una dosis y está hecha con el mismo sistema empleado en la del ébola, que ha demostrado protección de hasta el 100% en algunos grupos de edad. Tenemos delante de nosotros este inmenso esfuerzo científico e industrial, y la respuesta que le estamos dando es hacer patente que el auténtico cuello de botella reside en pincharla a quienes la necesitan. Pincharla como se hacía hasta hace pocos años en colegios y cuarteles, por cientos cada hora. Es como si la penicilina que llegó en el D-Day se hubiera tirado a continuación por las alcantarillas de París.

La mayor parte de la penicilina que llegó a tierra con las fuerzas aliadas en el desembarco de Normandía fue fabricada por Pfizer