l método que ha elegido el Gobierno para intentar bajar algo, no mucho, el precio de las gasolinas ha sido un tortuoso sistema de descuentos que obliga a las estaciones de servicio a tener que adelantar un dinero superior al margen comercial que disfrutan. Además, les endosa engorros técnicos y procedimientos administrativos demenciales. Lo que han hecho en la mayoría de los demás países europeos consiste en algo tan sencillo como bajar los impuestos, los que ocupan más de la mitad del coste de cada litro. Es un procedimento transparente, sencillo de aplicar -basta un mínimo reajuste en la caja registradora y el surtidor- y representa claramente la idea de que el Estado no puede ser el beneficiario abusón del alza de los precios. La pregunta es por qué en España se ha montado este mecanismo aberrante, rácano y tan complicado de poner en marcha. La respuesta inmediata sería que el Gobierno es un revoltijo de incompetentes. Pensándolo más, puede haber una razón ideológica: preferir el postureo de la subvención dadivosa que reconocerle al contribuyente una mínima ventaja. Pero en realidad, lo que parece ser la verdadera causa del despropósito tiene que ver con la creciente sospecha de que las arcas públicas están casi vacías, que no hay margen para ceder ingresos, y que cualquier menoscabo en la recaudación nos puede situar en un punto límite. Eso explicaría la escandalosa inoperancia política ante la inflación, que a quien más beneficia es a la recaudación fiscal, y el hecho de que se prefiera controlar cicateramente el dinero que sale de la caja en lugar de aceptar que el ciudadano no debe estar apechugando con los costes de los productos, primero, y de los impuestos crecientes, después. En los dos primeros meses del año los ingresos tributarios aumentaron en 6.600 millones de euros, un 15% más que en el mismo periodo del año pasado, el mayor incremento acumulado de toda la serie histórica. El dato habla a las claras de la pérdida de rentas de familias y empresas, su empobrecimiento, debido al sigiloso incremento de las cargas impositivas efectivas. Y aun así, se sigue edificando toda la política presupuestaria en los cimientos del déficit y la deuda, hasta que devenga la insolvencia.

La inflación es la ruina silenciosa, en la que nos hemos instalado sin que al Gobierno parezca importarle lo más mínimo. Pero las cosas aún pueden ponerse más complicadas, política y económicamente. Una de las banderas que ha izado la poltronería sanchista ha sido la de garantizar la revalorización de las pensiones y los sueldos de los funcionarios indexados al IPC, de manera que habría que aplicar una subida automática en cuanto se cierre el año. Según la AIReF, por cada punto de inflación adicional subiría el gasto de las pensiones en 1.500 millones, y ya tenemos el IPC próximo al 10%. Previsiones optimistas dicen que entre este año y el que viene habría que añadir cerca de 23.000 millones a las pagas de la Seguridad Social, dos puntos de PIB tan solo para la actualización, a lo que se sumaría lo correspondiente a los sueldos de los empleados públicos. El problema es que no hay dinero, ni va a haber capacidad para seguir con la costumbre de endeudamiento actual, casi ilimitado, que el BCE se dispone a cancelar. Además, este año llegarán con seguridad subidas de tipos, mucho antes de lo que algunos creen, de manera que por cada 1% adicional que haya que retribuir nuestros bonos estaremos necesitando unos 15.000 millones más para el servicio de la deuda. Cabe hacerse una pregunta económica: ¿cómo piensa el Gobierno sufragar esta hecatombe? Pero sobre todo, hay que hacer una pregunta política: ¿se mantendrá la intención de subir las pensiones y los sueldos de los funcionarios con el IPC, sea cual sea este? Sería seguramente la decisión final que acabaría por quebrar nuestro país, y que la Unión Europea no va a permitir. La alternativa consiste en aceptar que eso que ha sido para el PSOE y UP un elemento mayor de caracterización política -lo que decían que ellos sí podían hacer, a diferencia del PP-, es algo completamente inviable. Conforme avance el año y se vislumbre el carácter duradero de la inflación estaremos ante una de estas dos posibilidades. O llega un nuevo "momento Zapatero", aquel en el que el infame presidente se topó con la realidad y adoptó el mayor recorte de gasto público de nuestra historia reciente, o llega el momento de rendir la posición y convocar elecciones.

Que las arcas están casi vacías explica la inoperancia política ante la inflación, que sobre todo beneficia a la recaudación fiscal