an sido el colectivo más afectado por la covid-19. Su vulnerabilidad, proveniente de su edad o de las patologías que sufren, unidas a las características de los espacios en los que viven, formó un objetivo demasiado fácil para el bicho. Los más de 6.000 usuarios de residencias en Navarra han sufrido durante cerca de un año el estrés por la posible llegada de un virus que, si ya era complicado de entender para la población general, lo ha sido todavía más para ellos.

Por esto, después de meses de angustia, las dosis de la vacuna contra la enfermedad, que se empezaron a inocular en el 28 de diciembre en El Vergel y que luego se fueron extendiendo por el resto de centros, ha supuesto un verdadero alivio para ellos. En 46 días, Navarra ha conseguido inmunizar por completo a los más de 6.000 residentes en una etapa que finalizó el 12 de febrero, fecha marcada para muchos de ellos y sus familias, ya que blindó la posibilidad de que enfermen.

Atrás queda el sufrimiento padecido tras la confusión inicial, el miedo a lo desconocido, la dureza del confinamiento, el aislamiento en pocos metros cuadrados, la ausencia de visitas que llenaban la moral, la soledad no deseada, la inseguridad provocada tras tanto tiempo sin un movimiento que adormeció el cuerpo. Todo ello se ha esfumado, dejando paso a una calma previa a ninguna tormenta.

Convivientes en infraestructuras que, aún espaciosas, no dejan de ser lugares intramuros, cuando el virus se adentró dentro de las paredes de las residencias navarras se ensañó con su población.

Medidas como el aislamiento en sus habitaciones o la adquisición de mascarillas para usuarios y de Equipos de Protección Individual (EPI) para los trabajadores de estas instalaciones no fueron suficientes, y a principios de abril llegaron traslados a otras sedes, como hoteles, para dividirlos en más espacios y diluir la posibilidad de brotes masivos.

Pero todo ese trabajo no dio los frutos deseados. No supimos cuidar a quienes lo hicieron con nosotros durante tantos años. Con la frialdad que arrojan los datos, 435 de los 515 fallecidos durante la primera ola de la pandemia en Navarra eran residentes, y la población usuaria de estos centros diezmó entonces considerablemente, ya que fenecieron el 7,2% del total de los usuarios de Navarra. Demasiada gente, demasiado rápido.

Lejos de aprender de la experiencia, la tranquilidad completa nunca llegó por más que se repitiesen los picos de contagios. Navarra encabezó en noviembre, ya en la segunda ola, la clasificación referente a la tasa de defunciones en residencias, con 24,5 defunciones por cada mil habitantes.

Después de analizar unas cifras a las que, anestesiados por la gran cantidad de información y la monitorización de los fallecimientos diarios a lo largo de la pandemia, quizá no les hemos prestado demasiada atención, se entiende mejor la alegría patente en cada rincón de las residencias navarras.

Lejos de negacionismos o teorías conspiranoicas salidas de lo que parecen ser guiones de cine, en la Casa de Misericordia, el centro residencial más grande de la comunidad, se acogió con alegría una vacuna que “ha sentado bien”.

Las distancias, el uso de mascarillas, y las demás medidas sanitarias se siguen cumpliendo -la vacuna no impide contraer el virus, sino que cierra las puertas a desarrollar la enfermedad de forma grave-, pero a pesar de la lejanía y del tapabocas, se aprecia las sonrisas de sus usuarios. Han regresado las ganas de volver a contar las historias de la juventud, de ver películas de cine clásico, de vibrar con los partidos de Osasuna.

Otro de los aspectos que más han agradecido ha sido la posibilidad de ir más allá, de sentirse más independientes con el simple gesto de salir a pasear. Acompañados por los primeros rayos de sol que ya hacen anticipar la primavera, la felicidad comienza a ser palpable, y tan solo un simple vistazo a sus jardines reconforta un poco respecto al futuro que nos espera. Y es que como dicen, “hay muchas cosas que hacer y ver dentro, pero apetece más dar una vuelta por la Vuelta el Castillo…”.