Adriana abría los ojos más abiertos que los cuencos que enseña de costumbre, miraba a su alrededor y seguro que pensaba que estos mayores se habían vuelto majaretas. Apenas llevaba un cuarto de hora en la guardería y ya se la querían llevar por la ventana.

A Adriana Martiarena Berro, que tiene 20 meses, le había dejado su aita Borja en torno a las 8.15 horas de la mañana en la guardería Saika, ubicada en la calle Río Arga junto a la plaza Sancho Abarca y la rotonda del puente de Oblatas. Antes habían dejado a la hermana mayor, Paula, de 5 años, en el colegio de La Compasión. La rutina de todas las mañanas, con la diferencia de que el caudal del río bajaba a tope y que llovía en abundancia a esa hora. Nada que se saliera de la norma en los últimos 20 días.

Cuando Adri se quedó en la escuela, la zona del paseo Arga seguía del color verde encharcado propio de estas fechas en estos lares. Borja salió de allí camino de casa de sus padres, en dirección a Mendebaldea. Tenía pendiente hacerles una visita y decidió que era el momento. Fue alcanzar la rotonda de la Agrupación Deportiva San Juan cuando a Borja le sobresaltó el teléfono. Le llamaba Carol, la encargada de Saika, para que regresara cuanto antes porque en el local empezaba a entrar agua sin parar. Borja no se lo pensó.

Cogió a su padre en el coche para que echara una mano, el abuelo se puso al volante y volvieron al punto de partida a través de Trinitarios. Para cuando alcanzaron la zona ya era imposible transitar por la calle Río Arga a fuerza de quedarse varado en el lugar. Malaparcaron el vehículo, le pidieron permiso a un policía municipal al narrarle la urgencia y Borja se lanzó al agua. El río le alcanzaba a la altura del ombligo.

Llamó a la guardería y al abrir la puerta poco menos que se cuela un oleaje hacia dentro. Habían tapado con toallas las ranuras de las puertas pero la tromba se venía encima. Decidieron que Adriana, y todos sus compañeros, saldrían ese día por la ventana. Allí se la dieron en brazos a Borja y la pequeña se agarró al cuello de su aita, que entre el paraguas, la niña y el empeñpo por no tropezarse en mitad de la calle -"no sabía ni lo que pisaba, me daba miedo a ver si había alguna alcantarilla", recuerda- andaba surfeando la crecida.

Montó a la niña en el coche y el abuelo la puso a salvo en casa. Mientras, a Borja aún le quedaba tajo. Tenía que regresar a casa en la Rochapea, entrar en el portal inundado para coger las llaves de la autocaravana y poderla sacar también del parking del Runa, que empezaba a estar hasta arriba de agua. Una vez hecha la faena, una buena ducha caliente y una sopa para contribuir a la templanza.