Cuando aún restaba un mundo, a 7 kilómetros de la cumbre de Jebel Hafeet, un puerto de 10,8 km al 5,4%, se desconchó Valverde, un ciclista de otra era. Un kilómetro después, se cuarteó Chris Froome, un campeón que persevera pero al que no le alcanza desde que se astilló. A ambos les pusieron la soga de la caducidad los verdugos que vestían el maillot del UAE, la armada de Tadej Pogacar, el exuberante y joven líder, que certificó su estatus en el duelo al sol frente a Yates. En una montaña desnuda, con el aspecto lunar que le concede el desierto, no había donde esconderse y de ahí emergió poderoso Pogacar, un campeón de cuerpo entero que liquidó al Ineos y al Jumbo para hacerse más grande aún. La ascensión a la cumbre de Jebel Hafeet era un paredón de fusilamiento en el que Pogacar disparó con certeza. El esloveno es el futuro y el presente. Sobre la cima anunció su conquista. Insaciable.

El pasado bajó la cabeza ante el impulso de la juventud, extenuadas las arrugas de los tiempos gloriosos. Aniquilado Valverde, asfixiado Froome. “El quinto Tour es un gran reto, pero con cuatro títulos estoy tan cerca.... No hay nada que me detenga, así que me encantaría dar lo mejor de mí y ganar el quinto. El espíritu ganador prevalece y espero que el cuerpo responda”, dijo Froome a The Guardian. Al británico no le ha cambiado la mentalidad y tampoco el discurso. Sigue siendo un campeón ambicioso, pero el organismo le niega. En tres días en el desierto, Froome mastica arena. La boca se la secó el incendiario UAE, que dispuso el patíbulo una vez recolectado el entusiasmo de De Gendt y Gallopin, los dorsales de la fuga.

En el ciclismo moderno, cada metro cuenta. Todo tiene un significado, un mensaje claro y contundente. En las rampas de la montaña se amplificó la distancia que separa a Pogacar del deseo de Froome. El esloveno es un muro de realidad. El británico es una porosa ilusión. Una vez deshilachado, Froome perdió cinco minutos respecto al esloveno. Les separa un mundo. Tal vez más. El compás del UAE sofocó a la mayoría. Después entró en escena el Ineos, el pasado reciente de Froome, y comprimió aún más el grupo, que se quedó en los huesos.

Se promocionó Sepp Kuss, el colibrí del Jumbo. Su aleteo ligero convocó a Pogacar y Adam Yates, rapaces de garras afiladas. Almeida cedió. Kuss se agitó nuevamente. El canto del cisne. Yates se encrespó y respondió el esloveno, cómodo en el colín del ciclista de Manchester. Ambos se adentraron en el ajedrez cerca de la cima. El inglés buscó el flanco débil de Pogacar, pero el campeón del Tour de 2020 no le concedió ni un solo palmo. A medio kilómetro de la corona, el rey de Francia, elevó sus pulsaciones y pudo con Yates, que observó el dominio de Pogacar, el líder rojo del desierto, otra vez fastuoso. "Cuando nos quedamos delante Yates y yo todo lo que tenía que hacer era responder a sus ataques. Fue muy difícil pero estoy muy feliz por ganar esta etapa", estableció el esloveno, una roca en el desierto. Pogacar echa arena sobre los rivales. Les convierte en polvo.