Hacía ya varios años que nos faltaba Nines, la querida tía Nines, como la llamaba otro ilustre veterano en las lides del periodismo y la literatura gastronómica, Joaquín Merino, el Príncipe por antonomasia. La salud -más bien la falta de ella- la había retirado de la actividad. Pero nunca estuvo ausente de nuestra memoria. Cómo iba a estarlo. Para olvidarla habría que no haberla conocido: era arrolladora.

Aunque siempre colaboró con su esposo, fue tras la prematura muerte de éste cuando adquirió protagonismo, especialmente en sus columnas de El País. Fue abanderada de causas que hoy parece imposible que hubiera que defender, pero entonces... Nadie como ella batalló en favor del aceite virgen de oliva, de los quesos artesanos, de los productos auténticos, de las cosas que ella sabía, cuando muchos lo ignoraban, incluyendo a la Administración, que eran auténticas joyas de nuestra gastronomía. Mantenía a capa y espada sus convicciones, y casi siempre estaba en lo cierto. Sabía mucho, y su sabiduría no era sólo teórica: era una mujer inteligente, de vida intensa, viajera, huésped de las mejores mesas de su tiempo.

Que no tenía mucho que ver, desde luego, con este tiempo. Por entonces, los periodistas gastronómicos eran -éramos- más bien pocos. Hablo de una generación de la que apenas quedan ya representantes: el ya citado Merino, Gonzalo Sol, Paco López Canís... Pero estaban Cunqueiro, Néstor Luján, Savarin, Luis Bettónica, Manolo Llano Gorostiza, Busca Isusi, Jorge Víctor Sueiro, los hermanos Xavier y Eugenio Domingo, el doctor Martínez Llopis, Lorenzo Millo... Seguramente se me olvida alguno, pero no su magisterio.

Porque era precisamente eso lo que ejercían: magisterio. En la España de finales de los 70 y principios de los 80 la gastronomía era algo de lo que el público, en general, tenía conocimientos bastante nebulosos. Y había que dárselos. No se trataba, como ahora, de trabajar sobre todo la crítica de los restaurantes recién abiertos, o el elogio de productos exóticos de vida efímera y ajenos a nuestro acervo gastro-cultural. No. Había que partir de un nivel básico. De ahí esas cruzadas de Nines Arenillas a favor de cosas que hoy están en el aprecio del gran público, como el citado aceite virgen.

Había que enseñarlo casi todo, porque casi todo era nuevo, o al menos se conocía muy mal. Y fue, creo, la edad de oro de ese periodismo, que todavía no vendía en los medios, que aún no fabricaba fenómenos... Fue cuando se empezó a escribir para ese gran público, cuando se llevó la gastronomía a los medios y, por lo tanto, a la sociedad; a una sociedad que, hay que reconocerlo, sólo entonces estuvo preparada para recibir el mensaje. Hablar de gastronomía en la España de los 50 hubiera sido no ya inútil, sino hasta provocador. Cuando todos estos maestros alcanzaron su plenitud, la sociedad ya podía comprenderlos. Antes...

Antes, las pocas páginas gastronómicas iban a otro público, a un sector minoritario. Los autores de épocas anteriores, desde Mariano Pardo de Figueroa (Doctor Thebussem) hasta Luis Antonio de Vega, pasando por Dionisio Pérez (Post-Thebussem), Picadillo o hasta el mismísimo Julio Camba escribían para lectores muy concretos...

Aunque Camba, con La Casa de Lúculo, hiciese un ejercicio de anticipación en la divulgación de la gastronomía con mayúsculas.

Hoy la mayoría de la gente tiene un amplio conocimiento de los productos, de las técnicas culinarias, de la diversidad del arte coquinario... Los ciudadanos saben quiénes son unos cuantos cocineros -Adrià, Arzak, Subijana, Berasategui, Santamaría, Dacosta, Roca, Ruscalleda y algunos más-; antes, se conocían -se hablaba de ellos, al menos- unos cuantos restaurantes, de chef casi anónimo, o sólo conocido por esa elite que los podía frecuentar.

Sí, mucho han cambiado las cosas en apenas tres decenios. Y una de las personas que contribuyó decisivamente a ese cambio fue Nines Arenillas. Es justo reconocer su esfuerzo públicamente; algunos echaremos de menos a Nines, además, en el terreno personal; pero la gastronomía española, de la que tanto presumimos hoy, tiene una deuda de gratitud con ella. Su tarea, como la de todo pionero, fue dura; pero dio sus frutos. Para quienes por entonces empezábamos a escribir de estas cosas -entre ellos su hijo, el querido Fernando Point-, nos queda su ejemplo... y su recuerdo, porque no se prodigó como autora de libros; pero fue mucho lo que nos enseñó. Y los buenos maestros viven para siempre en la memoria de quienes aprendieron de ellos.