Todavía impresionados por las imágenes de la caída de la aguja gótica de Notre Dame, nos acercamos a la nave, también gótica, de San Saturnino, donde, a modo de consuelo y cierta reparación, el grupo inglés, especializado en la música anterior al renacimiento, levanta un verdadero monumento vocal de músicas de los siglos XII al XV. Un cuarteto impecable en ese estilo, cuyas cuatro voces consiguen un sonido mucho más importante que la voz individual. Podríamos hablar de un empaste muy abierto; aunque la palabra empaste no es exacta; más bien se trata de una perfecta simetría entre las voces, que guardan su individualidad, pero que se avienen en planos de igualdad, dejando, a la vez, que cada una despunte cuando toca. Cantan sin ningún tipo de acompañamiento instrumental -a capella-, con una afinación asombrosa -apenas usan el diapasón un par de veces para dar la nota- deslumbran en los ataques del comienzo de las obras, con una precisión unísona. Aunque el color del sonido es más bien abierto, siempre hay una redondez conclusiva en los finales. Mantienen la tensión de la escucha a base de sostener el canto en una especie de planicie, más o menos ondulada por los melismas -grupos de notas sobre una sílaba-, único adorno que se permiten éstas obras; y huyen de la monotonía -que impone una música aún balbuciente, salida del gregoriano pero sin llegar a la gran polifonía-, con la alternancia de solos, dúos, o cuarteto, jugando con la equidistancia de la nave, apropiándose de su bendita reverberación -excelente para este orgánico vocal- y dominándola, para que las voces se amplifiquen por la arquitectura. El gótico inmaterial perfectamente encajado en el material.

Ofrecieron un programa muy bien elaborado, intercalando entre la música antigua -mucha de autores anónimos-, con la partitura de Joanne Metcalf, una compositora norteamericana, nacida en 1958, que, como todo el concierto, versa sobre la Virgen (Stella Maris), a partir de poemas de Dante, y con unas vocalizaciones de leves choques armónicos, pero en la misma línea de flotación de los antiguos, con el gregoriano al fondo, con amplísimos melismas sobre la i o la a, por ejemplo en la parte V de su Il nome, y algunos efectos, francamente admirables, de pasajes en matiz fuerte, a los que el cuarteto imprime especial energía. Porque los dos tenores, la mezzosoprano y el barítono, que controlan el sonido hasta el pianísimo, no se acobardan ante los fuertes. Todo el recital fue, para el público, como quedarse extasiados en la extraña y bellísima sonoridad propuesta, con detalles sublimes: por ejemplo, el Ave Maris Stella de Dunstaple, con el barítono proclamando el gregoriano, y el resto glosando unas respuestas muy bellas; o el matiz en muy piano de la frase piu dolce sona, de Metcalf; o el acompañamiento obstinado, a modo de pedal sonoro, del tenor y el barítono, al otro tenor -Sancta Mater, anónimo-, o el desbordamiento jubiloso del Alleluya, otro anónimo del siglo XIII, de enorme energía. De propina, un motete del siglo XV español. Cerrada ovación.