n la semana que HBO estrenaba la tercera temporada de La amiga estupenda, auténtica delicatessen, el cine del Estado español viajaba a Valencia a festejarse y lanzar el pretencioso mensaje de la normalidad; pero el miedo tardará muchas, muchas películas en desaparecer. Durante dos años el sector audiovisual ha suplicado el regreso del espectador al grito de “el cine es un lugar seguro”, con poco éxito: las salas recaudaron el pasado año la mitad que en 2019, contando los bodrios de Santiago Segura. El sábado fue una historia previsible: un espectáculo aburrido, tres horas eternas, tres películas triunfadoras y una derrota cruel.

Que iba a ganar El buen patrón se sabía antes de empezar, con seis trofeos y Bardem y Aranoa de triunfadores. Tan claro estaba que se habló más de los próximos Oscar que del presente. Sabíamos que Maixabel reluciría por su intenso relato de dolor y reconciliación, lo opuesto en honradez a la tunante Patria. Y era de esperar otra noche triste para Almodóvar, tan cruel que se fue de vacío. Con cinco galardones, la sorpresa la dio Las leyes de la frontera y su historia nacida de la pluma de Javier Cercas. ¿Y por qué no sonó el lema No a la guerra en vísperas de que Putin, emulando a Hitler en Polonia, rompa Ucrania a sangre y fuego? No dijo nada Joaquín Sabina en su actuación al límite. Sacristán también calló, pero hizo un discurso para enmarcar. Y no era misión de la australiana Cate Blanchett reivindicar la paz en Europa.

El cine vasco obtuvo premio, aunque por debajo de lo justo, con María Cerezuela y Urko Olazabal como nuevas estrellas. Sí, el cine sobrevive heroicamente, pero las salas morirán ante Netflix y su ejército invasor de nuestros hogares. Se salvaría si los tres millones de espectadores de los Goya se levantaran del sofá y pasaran por taquilla con palomitas y refrescos.